Relato de un exorcismo
Padre José Antonio Fortea
Un caso real de posesión demoníaca
El extraño caso que aquí se cuenta, resulta extraño incluso para mí mismo. Y si me fue resultando menos extraño fue porque se fue desplegando paulatinamente. No hace falta decir que de todo lo que se cuenta en estas líneas fui testigo ocular. Dentro de un siglo o dos, sin duda algún investigador tratará de teorizar acerca de lo que verdaderamente pasó. Pero yo sé lo que realmente sucedió. Los sucesos están frescos, demasiados testigos siguen vivos. Ahora, todavía, no caben las teorías que desdigan lo que aquí se dice, pues los testimonios son demasiado numerosos. Los hechos, de momento, no dejan lugar a teorías oscuras. La luz que nos ha cegado todavía disipa la oscuridad de esas teorías, la oscuridad de esas explicaciones que en el futuro negarán lo que aquí se cuenta. Pero yo estuve allí, y cuento lo que vi.
Todo lo que voy a contar en esta historia como sacerdote puedo asegurar que es verdad, todos los nombres son reales. Y cada vez que se da un nombre, se ofrecen datos adjuntos para poder comprobar que son personas reales a las que se les puede consultar. No obstante, un sólo nombre es ficticio, el de la posesa, a la que se le adjudica el nombre ficticio de Marta. Conocedor como soy de los verdaderos nombres de la posesa y su madre, callaré sus identidades. Después de un año viéndonos semanalmente, no sólo los nombres, apellidos, trabajo, lugar de residencia y teléfonos, sino toda su vida era conocida por mí, porque ya entraron a formar parte de mi vida. Aquellos que viven una tragedia como un naufragio o una guerra y pasan meses juntos establecen vínculos y lazos que permanecen para toda la vida, así también las muchas cosas que vivimos durante más de un año, los muchos sufrimientos, llantos, risas y alegrías han hecho que aquella madre e hija formen ya parte de mi familia.
En el año 2001 yo vivía mi tranquila vida como párroco de una deliciosa parroquia sin saber que una perfecta desconocida llamada Marta y que estaba luchando por su vida en un hospital, me iba a cambiar la vida. Vivía lejos de mí, en otra provincia, nunca nos habíamos conocido, y, sin embargo, nuestras vidas se iban a entrelazar de un modo inextricable. Los médicos comentaban la extraña enfermedad que padecía aquella universitaria vigilada 24 horas en la UCI un extraño síndrome cuyo nombre callaré para evitar la identificación de esta jovencita de una carrera de ciencias. La chica estuvo al borde de la muerte durante doce días mientras su madre no hacía más que rezar y rezar para que su hija viviera.
La enfermedad pasó. La joven volvió a su casa. La vida de aquella madre e hija que vivían solas debía haber vuelto a la normalidad. Pero no fue así. La madre comenzó a notar cosas extrañas. Ruidos, crujidos de difícil explicación recorrían la casa. Trató de no darle mayor importancia.
Sin embargo, pronto comenzó a notar en su hija reacciones que en ella no eran normales. Había discusiones a la hora de ir a misa en los días festivos, en algunos momentos mostraba animadversión hacia lo religioso, bostezos casi continuos en el momento en que ella, la madre, comenzaba a rezar, a veces una mirada aterradora que jamás había visto en su hija. La hija comenzaba a mostrar dificultad para centrarse en sus estudios, embotamiento, dolores punzantes y repetitivos en cualquier parte del cuerpo, sobre todo en la cabeza.
Pero todo esto sólo era el comienzo, un día estaban madre e hija juntas en el salón cuando la madre aterrada observó sin dar crédito a sus ojos como su hija entraba en trance, se quedaba inmóvil y comenzaba a levitar con el butacón. La madre no podía creer lo que estaba viendo. El pesado butacón con su hija sentada encima se levantaba lentamente del suelo un palmo, permaneciendo suspendido en el aire. Desde ese momento tuvo la invencible seguridad de que lo que tenía su hija no era nada que pudiera ser curado con medicinas. Seguridad inconmovible que le acompañaría durante los dos años siguientes. Todo esto puede parecer increíble al incrédulo, puede ser motivo de mofa para el escéptico… pero cuando se ve no hay lugar para el escepticismo. Cuando uno ve con sus propios ojos estas cosas la incredulidad ya no es posible. La sonrisa del escéptico se hiela en la cara, los ojos refutan todas las teorías. Las razones nada pueden frente a lo que ven los ojos.
En ese momento comienza un peregrinaje eclesiástico, peregrinaje que cuento con la esperanza de que aprendiendo en cabeza ajena se pongan los medios para que no tenga que volver a repetirse nunca más. Cuento este viacrucis eclesiástico para que aprendiendo en cabeza ajena (o dicho de otra manera, aprendiendo a costa de sufrimiento ajeno), los que tengan autoridad en la Iglesia entiendan que hay que tomar medidas para que casos así no se repitan.
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