Juan Antonio González Lobato

INTRODUCCIÓN

«El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio», así comienza Juan Pablo II su Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae del 16 de octubre de 2002.

Uno de esos santos aludidos por el Papa nos dio el siguiente consejo:

«Amigo mío: si tienes deseos de ser grande, hazte pequeño.

Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños…, rezar como rezan los niños (…).

—¿Quieres amar a la Virgen? —Pues, ¡trátala! ¿Cómo? —Rezando bien el Rosario de nuestra Señora».

Por eso, he intentado hacerme niño al escribir estas páginas e invito al lector a que se haga niño también, imitando a San Josemaría en este tono que él supo mantener en su Santo Rosario, pues de los que se hacen como niños es el reino de los cielos.

Por mi parte, sólo he pretendido ayudar a los que quieran introducirse en los momentos del Santo Evangelio, que el Rosario nos sugiere, «a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos». El Rosario es a la vez meditación y súplica.

Por eso en el tercer Misterio de Luz presento una doble reflexión: una referida a una parábola, y la otra a una escena de la vida pública de Jesús. Entiendo que así se cumple mejor el enunciado del Misterio.

La Santísima Virgen, a quien dirigimos nuestra plegaria, es tan poderosa en su intercesión por ser la Reina del Cielo, que el Papa la saluda con estas palabras de Dante:

«Mujer, eres tan grande y tanto vales,
que quien desea una gracia
y no recurre a ti,
quiere que su deseo vuele sin alas».


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