Cristo y los Fariseos
Leonardo Castellani S.J.
Prólogo
Cosas que conocen todos Pero que nadie cantó (Martin Fierro)
Toda la biografía de Jesús de Nazareth como hombre se puede resumir en esta fórmula: “Fue el Mesías y luchó contra los Fariseos” —o quizá más brevemente todavía: “Luchó contra los Fariseos.”
Ése fue el trabajo que personalmente se asignó Cristo: su campaña.
Todas las biografías de Cristo que conocemos construyen su vida sobre otra fórmula: “Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios y confirmó su prédica con milagros y profecías…” Sí; pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su muerte, que fue el acto más importante de su vida.
Son biografías más apologéticas que biográficas; Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti, Lebreton, Papini, Mauriac…
El drama de Cristo queda así escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni una elegía sino un drama: no hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo, en apariencia vencedor, fue el fariseísmo.
Sin el fariseísmo toda la historia de Cristo hubiera cambiado; y también la del mundo entero. Su Iglesia no hubiese sido como es ahora y el universo hubiese seguido otro derrotero, enteramente inimaginable para nosotros, con Israel cabeza del pueblo de Dios y no deicida y disperso.
Sin el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; pero sin el fariseísmo la Humanidad caída no fuera esta Humanidad, ni la religión religión. El fariseísmo es el gusano de la religión; y después de la caída del Primer Hombre es un gusano ineludible, pues no hay en esta mortal vida, fruta sin su gusano, ni institución sin su corrupción específica.
Es la soberbia religiosa: es la corrupción más sutil y peligrosa de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los primeros. Pero en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando se toma con- ciencia de él, se vuelve mueca. Los grandes gestos de los santos no son autoconscientes, es decir, son auténticos, es decir, son divinos: “padecen a Dios” y obran en cierto modo como divinos autómatas, como obran los enamorados; sin “autosentirse”; como dicen ahora.
Entiéndanme: no les niego la libertad ni la conciencia ni la reflexión; establezco simplemente “la primacía del objeto”, que en lo religioso “es un objeto trascendente”; —la primacía, sobre la práctica, de la contemplación; sobre la voluntad, del intelecto — o como dirían ahora, de la Imagen.
El fariseo es el hombre de la práctica y de la voluntad, es decir, el Gran Casuista y el Gran Observante.
Se han hecho innúmeros retratos “externos” del Fariseo. El mejor está en los Evangelios. Allí el fariseo no solamente es descrito por Cristo sino que actúa y se mueve contra Cristo. La acción subterránea que desemboca en el crimen máximo irrumpe en tacurúes durante su camino, como las bocas de un hormiguero; como los cráteres de un forúnculo, dejando señalada su dirección psicológica, aunque sin patentizarse en sí misma, porque el alma del fariseo es tenebrosa. Un fariseo no puede escribir su autorretrato.
No se ha escrito ni se puede escribir. El pobre Tartufo de Moliere, es un infeliz, un estúpido, un bribón vulgar y silvestre que lleva un transparente antifaz de devoto. Pero el fariseo verdadero no lleva antifaz; es todo él un antifaz. Su natura se ha vuelto máscara; miente con toda naturalidad pues ha comenzado por mentirse a sí mismo. Lo que él simula que es, la santidad, y lo que él es, el egoísmo, se han amalgamado; se han fundido y se han hecho un espantoso veneno que de suyo no tiene antídoto alguno. Glicerina más ácido nítrico igual dinamita.
El destino de Jesús de Nazareth era chocar con el fariseísmo; y una vez producido el choque la lucha hasta la muerte sigue inevitable. Este drama tiene el determinismo riguroso de todo buen drama. El sino del que se dio como misión: “las ovejas que perecieron de la casa de Israel” era topar con la causa del perecimiento de Israel, a saber, con los falsos pastores, con los lobos vestidos de pastores, los de la zamarra de piel de oveja.

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