Francisco de Asís y los marginados
Juan Antonio Vives Aguilella
INTRODUCCIÓN
Como amigoniano, como seguidor de Luis Amigó e integrante de una congregación franciscana, dedicada particularmente a la cristiana educación de los niños y jóvenes en situación de riesgo o de conflicto, siempre he sentido a flor de piel el valor humano y evangélico de la misericordia, del amor personalizado y la preocupación preferencial por el amplio mundo de la marginación.
Y precisamente por ello he admirado de forma especial dicho valor y dicha preocupación en la vivencia personal del Santo de Asís. Él –seguidor radical del mensaje evangélico en todo momento y circunstancia– fue también –y no podía ser de otro modo– un seguidor incondicional del amor –culmen y esencia de la Buena Noticia– y de un amor, además, que tras las huellas del Maestro, tiene siempre la virtud de responder a las necesidades concretas de la persona amada y adquiere así su dimensión de amor personalizado y hecho «a la medida» del otro. Y él también, como el Maestro, se sintió impulsado a atender de modo particular a los apartados, excluidos, pobres y pecadores, pues «no necesitan del médico los sanos, sino los enfermos».
Por otra parte, estoy convencido de que la sensibilidad de Francisco para percibir profundamente en su propia experiencia vital, la riqueza del mensaje evangélico del amor y para testimoniarlo con naturalidad y con exquisita ternura en el entorno –y particularmente en el entorno más necesitado–, se vio favorecida por el hecho de haber experimentado en sí mismo la desorientación personal en sus años jóvenes y haberse sentido acogido y amado por Dios tal como era en todo momento y, en particular –y si cabe más entrañablemente– en aquella etapa difícil de su existencia.
No cabe duda de que aquel que se ha sentido querido de verdad respira gratitud y amor, y de que esa gratitud y amor están en relación directa con la magnitud de las carencias sufridas o del sentimiento de abandono o rechazo previamente experimentado.
Quizá por ello, Pablo de Tarso, Agustín de Hipona y Francisco de Asís, entre otros muchos, son personalidades que rezuman esa humanidad, sensibilidad y ternura que suelen testimoniar aquellas personas que en medio de sus dificultades personales se sintieron acogidas y queridas en su individualidad.
Todos ellos han vivido de alguna manera la experiencia que el propio Pablo convierte en oración y poema, cuando, lleno de gozo y agradecimiento exclama: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación; que nos consuela en todas nuestras tribulaciones». Y todos ellos también tomaron conciencia –como el mismo Pablo continúa cantando en ese particular himno de acción de gracias de Corintios– de que la consolación sentida, el amor experimentado debe orientarse «a consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que ellos mismos fueron consolados por Dios».
Francisco de Asís, al sentirse prodigado por el amor de Dios, fue convirtiéndose en caricia del propio Dios para cuantos encontró a su paso por la vida, y de modo particular, para con «la gente de baja condición y despreciada, para con los pobres y débiles, para con los enfermos y leprosos y para con todo aquel que pedía limosna a la vera del camino» (1R 9, 2). Y su caricia –más materna que paterna– no se quedó en los hombres y mujeres, sino que, con toda espontaneidad y naturalidad, abarcó la obra toda del Creador.

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