Entre el brocal y la fragua
Mamerto Menapace
Prólogo
Cuando chico, muchas veces me tocó ir y venir del pozo al eucalipto, y de éste al pozo, montado en un petizo que, a lazo baldeaba el agua para la animalada sedienta.
El brocal sobresalía quizá algo más de un metro sobre la tierra. Era de ladrillos y estaba coronado por unos troncos arqueados que lo protegían del desgaste. El pozo familiar era como un misterio. Muy pocas veces me asomé a él siendo chico. A su alrededor se había tejido todo un mundo de miedos y respetos. La palabra desmoronar la aprendí acollarada al pozo familiar que nos proveía de agua. Tenia encima el molino, con todo su andamiaje de hierro. Su caño estaba siempre mojado por la condensación del aire húmedo contra el frío producido desde el interior por el agua Normalmente los molinos y las bombas suelen contar simplemente con una perforación por la que el caño penetra hasta la napa. Pero en nuestro caso se trataba de un pozo.
De un auténtico pozo con brocal; y todo. Desde arriba se podía mirar a lo profundo y ver el propio rostro reflejado en el redondel de luz, allá abajo a una distancia duplicada. El cascotito arrojado hasta el espejo de agua tardaba un par de segundos en romperlo, ahuyentando todas las imágenes reflejadas. De noche guardaba en su cielo inmensamente profundo, algunas estrellas. Las que estaban más altas en el cielo de verdad. Desde allá abajo nos venia en verano el agua fresca. Mientras que en invierno nos llegaba misteriosamente tibia. Al menos así nos parecía a nuestras manos ateridas por la escarcha.
Recién se comprendía su absoluta necesidad cuando en verano se ausentaba el viento. Entonces se hacia necesaria la baldeada. Un palo grueso apoyado en la estructura del molino hacia de travesaño para sostener la gran roldana. Por ahí pasaba el lazo para el balde, tirado a cincha por un caballo manso. Papá o uno de los hermanos mayores, sentado sobre una tabla que atravesaba el brocal, recibía el balde lleno que asomaba desde lo profundo, y lo inclinaba para vaciarlo en una ancha canaleta que llevaba el agua hasta el bebedero de los animales.
Había que ir y venir en un itinerario bien preciso, girando siempre para el mismo lado, yendo y viniendo entre el eucalipto y el molino. Así centenares de veces en los meses tórridos de un verano sin viento y con la hacienda sedienta. Se comenzaba antes que ésta llegara a fin de tener los bebederos llenos y así ganarle al ansia de los animales que se atropellaban. A esa hora del mediodía, todo bicho viviente se acercaba al pozo: desde el hombre hasta la avispa, desde la mariposa al potro. Caía el chingolito manso y el arisco zorzal, junto con los demás bichos del campo, Muchos de ellos esperaban a que nosotros nos alejáramos.
No sé por qué todo esto lo tengo unido al mundo de los cuentos infantiles, Será tal vez porque en su cercanía solíamos reunirnos para contarlos y escucharlos. O tal vez porque simplemente son dos cosas que se parecen mucho: baldear agua desde un pozo y contar cuentos. En ambos no se trata de inventar nada y sin embargo en cada gesto hay un nuevo alumbra miento. Algo eterno y permanente circula oculto en lo interior de la tierra y en la sabiduría de un pueblo. El pozo misterioso permite llegar hasta esa realidad y cuento a cuento, balde a balde, la frescura de la vida oculta viene a saciar la sed de verdad y de lindura que cada uno de nosotros necesitamos especialmente a la hora del mediodía.
Unos años después de que nuestra casa se convirtiera en tapera, volvía visitar el pozo. Hacia rato que habían sacado de allí el molino, y hasta los ladrillos del brocal. Se había desmoronado, Y la tierra hundida en este sitio mostraba el lugar preciso. Era casi un ombligo en el vientre del patio que nos mostraba por dónde la vida nos había venido alimentando en nuestra infancia. La tierra había tapado con respeto aquella fuente de vida. En lo profundo la vena de agua seguramente seguía fluyendo fresca y vitalizadora como antes. Con este librito los invito a volver a baldear en el pozo familiar de nuestra infancia.
Mamerto Menapace

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