José María Rodríguez Olaizola, SJ

Presentación:

 En tierra de nadie

Tengo 35 años cuando empiezo a escribir estas páginas. Esta mañana, mientras corría por las ruinas del Circo Máximo en Roma, escuchando música estridente y pensando en alguna lectura sobre la postmodernidad que he estado haciendo estos días, me he sentido urgido a escribir sobre esta cuestión:

¿Cómo se puede compaginar vivir en una cultura como la nuestra y conservar la fe? Más precisamente, ¿se puede mantener una fe que incluya lo eclesial, con todas sus tensiones y contradicciones, en esta época?

No sé si será un arrebato que mañana dejaré «aparcado» o si continuaré hasta el final. Sé de qué quiero hablar. Miembro de una generación poco acostumbrada a esperar, empiezo.

Nací en 1970, cuando los ecos del 68 reverberaban (aunque yo ya nunca los pillé). Bajo un franquismo del que no me siento hijo ni víctima, pues mis memorias primeras son de familia y de parque, de la casa de mis abuelos y de los Reyes Magos. Viví la transición sin enterarme, de modo que siento que siempre he vivido en democracia. Y creo en Dios, aunque esto ya es hoy una opción, y muchos de mis mejores amigos no creen o no practican, pese a que, en su momento, todos pasamos por una formación semejante. Dudo, siento, amo, creo, razono, busco, rezo, me desespero a ratos, espero en otros…, me importan mis gentes (mi familia, mis amigos, rostros y nombres que se van cruzando en mi vida)…

Se habla de nosotros como de una generación postmoderna, anclada en una adolescencia perpetua, hedonista y fragmentada. Se dice que nuestros valores son materialistas, y nuestra lógica consumista. Se multiplican los análisis sobre si creemos o no en los grandes discursos, en las visiones utópicas, en el compromiso estable, en la razón… Se nos acusa de no creer más que en nosotros mismos (falso), en la comodidad (falso), en lo relativo (falso también). Parece que, en nombre de una supuesta estabilidad y un orden en el que cada cosa debería tener su lugar, es fácil demonizar la situación de quienes buscan un horizonte sin tener todas las respuestas preparadas.

Me duelen los discursos excesivamente acusativos y dramáticos («¡ah, esta juventud sin valores ni horizontes…!»; «¡egoístas y sensuales, incapaces de mirar más allá de su propio yo…!»). ¿Y no será, digo yo, que los que tendrían que ofrecer un horizonte de sentido no lo hacen? ¿No será que quienes caen en estos diagnósticos sombríos, nostálgicos de otras luchas y otras batallas, no son capaces de apreciar las tormentas y la sed que nos sacude a nosotros?


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