El castigo de los Ángeles
María Vallejo-Nágera
PROLOGO
El aviso.
Nada parecía extraño. Los viñedos descansaban bajo el látigo castigador del verano, dejando que sus hojas verdes comenzaran a tornarse hacia el esperado color chocolate que tanto ansiaban los agricultores de Medjugorje.
El silencio cargado del calor de la hora de la siesta se posaba sobre cada uno de los árboles rebosantes de fruta, acariciados de colores y aromas propios de la temporada, mientras que pegajosos insectos zumbones, ajenos al descanso de los habitantes del pequeño pueblo, molestaban a todos aquellos que se habían rendido al sueño de la tarde.
Algunos viejos se reunieron según su costumbre en el bar de la pensión de Kata para contarse las mismas historias de siempre, ricas en chismes y calumnias de todo tipo, de los que no escapaba ningún jugador de bolos.
En la parte oeste del pueblo, a unos metros de la iglesia, grupos de mujeres se refugiaban de los rayos bajo las sombras de parra de sus humildes porches para hacer calceta, labor con la que conseguían entretener las lánguidas horas azotadas por el espeso furor del sol de Herzegovina, en ese junio de 1981.
Kata, la dueña de la pensión en la que se reunían los hombres, echaba de menos a sus amigas.
– Hoy tampoco podré ir a charlar con Jadranka y Milka -se lamentaba-. Esta tarde tengo el bar de la pensión a rebosar con la panda de siempre, y Marco sigue durmiendo como un tronco. Vaya gandul está hecho desde que es abuelo… ¡Ay, cuando me harte de atender yo sola a tanto borrachín!
Tras un rato de escuchar los mismos cuentos de siempre, decidió salir al porche de la entrada y olvidar sus penas hasta que los de dentro se cansaran de reír a carcajada limpia.
– ¡Eh, Franjo! -dijo, alzando la voz al chico de catorce años que desde hacía unos meses le echaba una mano con los quehaceres del bar por un mísero sueldo-. Sigue tú atendiendo a los señores, que yo voy a tomar un poco el aire. Aquí hace demasiado calor.
– Sí, patrona -contestó Franjo con una voz llena de gallos-. Tranquila, que ya están servidos…
Kata salió arrastrando los pies de forma cansina y notando pinchazos en un juanete de su pie izquierdo, lo cual le recordó que debía descansar más, pues los años comenzaban a notarse y no era plan que Marco la dejara cada vez más tiempo atendiendo sola el negocio.
– A mí también me gusta dormir -refunfuñaba mientras se sentaba en la silla de enea de su fresco porche tapizado de hiedra y parra-. Pero es un egoísta… Kata, haz esto, corre a limpiar lo otro, mira que yo estoy muy cansado… ¡Uf…, hombres!, no sirven para nada. Todo es comer y dormir. ¡Con las ganas que tengo de ir a ver un rato a Jadranka! Parece que hoy tampoco lo conseguiré.

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