Edith Stein
Francesco Salvarani
PRÓLOGO
El Papa Juan Pablo II en 1999, junto a San Benito, San Cirilo y San Metodio, proclamó Patronos de Europa a tres figuras femeninas: Santa Brígida, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Cada cual trabajó en épocas y lugares diferentes, pero todos con un único objetivo: la realización del mensaje salvífico de Cristo, que constituye el alma más íntima y la raíz más sólida de Europa.
Teresa Benedicta de la Cruz, nacida Edith Stein, es la más «joven» de esos santos patronos, por la cercanía a nosotros tanto de su tiempo vital como de su canonización, el 11 de octubre de 1998, cuando Juan Pablo II la definió como «la gran hija de Israel, de la Iglesia, del Carmelo».
El Papa polaco insistió con vigor en la necesidad de reconstruir la «gramática» de la convivencia civil, para volver a otorgar al hombre la centralidad en la vida social y política, que los acontecimientos del siglo XX suplantaron con ideologías e instrumentalizaciones contrarias a la libre expresión de la dignidad y sacralidad humana, en su especificidad masculina y femenina.
Fue justo Juan Pablo II, en el discurso ante la Asamblea General de la ONU en 1995, quien habló de «gramática» como elemento normativo para las relaciones humanas, que se fundamente en axiomas imprescindibles. Y en el discurso que pronunció en Berlín concretó tales axiomas en fórmulas sintéticas y apremiantes para la responsabilidad personal: «No hay libertad sin verdad. No hay libertad sin solidaridad. No hay libertad sin sacrificio».
Tales postulados se adecuan perfectamente a la figura de Edith Stein, a quien el mismo Juan Pablo II resaltó no solo como investigadora, sino como testigo de un camino arduo, pero imparable, hacia la verdad, que puso también de manifiesto en la solidaridad con la persona humana hasta el sacrificio de sí misma por la salvación de todos los hombres.

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