365 días con Pablo VI

Jose Mª Fernández & Miguel Carmen

Presentación

Juan Bautista Montini era hijo de Giorgio Montini y de Giuditta Alghisi, catorce años más joven que su marido. Hija única y huérfana desde muy joven, marcada por una piedad eucarística y mariana, comprometida en la Acción Católica, Giuditta estuvo al cuidado de una tía materna y bajo la tutoría legal del alcalde de Brescia, un garibaldino radical que, por ideología, se situaba en el polo opuesto del que defendía Giorgio Montini, abogado que, más que a la jurisprudencia, se dedicó al periodismo, como director y en gran parte propietario del periódico Il Cittadino, de Brescia. Fue también un político: concejal del ayuntamiento de Brescia, diputado del parlamento nacional durante varias legislaturas y, sobre todo, un ejemplar de primera línea del catolicismo.

Así recordará a sus padres el Pontífice: «A mi padre le debo los ejemplos de coraje, la necesidad de no rendirse neciamente al mal, el juramento de no preferir nunca la vida a las razones de la vida. Su enseñanza puede resumirse en una palabra: ser un testigo. Mi padre no tenía miedo […]. A mi madre le debo el sentido del recogimiento, de la vida interior, de la meditación que es oración, de la oración que es meditación. Toda su vida fue un don. Al amor de mi padre y de mi madre, a su unión […] debo el amor a Dios y el amor a los hombres».

De este matrimonio, celebrado el 1 de agosto de 1895, nacieron tres hijos. El primero en mayo de 1896, que se llamó Ludovico, como su abuelo paterno. El 26 de septiembre de 1897, en la casa veraniega de Concesio, a ocho kilómetros de la capital, nació Juan Bautista, que heredó el nombre del abuelo materno. Finalmente, el 22 de septiembre nació el tercero, Francisco.

A los seis años ya tenemos a nuestro Juan Bautista matriculado en el colegio de los jesuitas, pero parece que no tomó muy en serio el estudio, dado que, según dirá más tarde su primer profesor: «Alguna vez tuve que tirarle de las orejas».

Pero damos un pequeño salto en su vida y nos situamos en la edad de 16 años, cuando parece que empezó a surgir en él la vocación. Entre las amistades de la familia tenía ocasión de admirar a modelos ejemplares, capaces de despertar en él este ideal. Se trataba de dos sacerdotes del Oratorio: Giulio Bevilacqua y Paolo Caresana, este último también confesor suyo. Los padres de Juan Bautista colaboraron también para facilitarle el discernimiento de su vocación. Terminados sus estudios de bachillerato, fue admitido en el seminario como «auditor externo». En 1919 pasó a vivir en el seminario y se vio «sometido» a los requisitos canónicos previos a la ordenación sacerdotal.

Algo descubrió en él el obispo, que, para que completara sus estudios, le envío a Roma, también con vistas a la mejora de su salud, que no era muy buena. Pero Juan Bautista no sentía la menor simpatía por Roma. Aquí se encontraba con un mar de dudas sobre qué dirección tomar. Aunque no muy convencido, se trasladó del Seminario Lombardo de Roma a la Academia Eclesiástica, donde se preparaban los futuros diplomáticos de la Iglesia. El 29 de mayo de 1920 Montini es ordenado sacerdote en la catedral de Brescia. Recorrerá todas las etapas de la carrera diplomática hasta ser nombrado prosecretario de Estado.

El 4 de enero de 1923 le recomendaron que estuviese disponible para un destino, pero tuvo que esperar cuatro meses antes de ser enviado a Polonia. En diciembre de 1923, al volver a Roma, Pío XI lo nombra consiliario del Círculo romano de la FUCI (Federación de Universitarios Católicos Italianos), que será el trabajo que más le gustó, como tendrá ocasión de manifestar en varias ocasiones. Pero tendrá que dejarlo para desempeñar el cargo de secretario de dos papas, Pío XI y Pío XII.

Del primero recordará su fuerza moral; de Pío XII, la sabiduría. La brevedad de esta presentación no nos permite detenernos en otros particulares, que se pueden encontrar en sus biografías.

Damos un nuevo salto. El 30 de agosto de 1954, tras veinticinco años al frente de la archidiócesis de Milán, fallece Ildefonso Schuster y es nombrado para esta sede Montini. Hay diversas opiniones sobre la elección: desde un castigo para apartarlo de Roma, hasta un premio a su labor. Aducimos una anécdota: alguien se acercó a Montini y le dijo: «Excelencia, yendo a Milán ha perdido usted el tren para la sucesión papal». A lo que él habría respondido: «Me importaría más haber cogido el tranvía para el cielo».


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