Evelyn Waugh

Prefacio

Para convertirse en una celebridad nacional, a Ronald Knox sólo le faltó ser lo suficientemente longevo. Si hubiese vivido hasta los ochenta, muy a su pesar se habría encontrado incluido en ese extraño círculo de viejos sabios y charlatanes que al Soberano le encanta distinguir con sus atenciones y que la prensa suele tratar con alguna semblanza de reverencia. Murió a los sesenta y nueve, esencialmente todavía alguien con vida privada.

Imagino que este libro será el anticipo de estudios más solventes acerca de su persona. Su propósito primario es el de contar la historia de su vida, no el de dar una síntesis de su pensamiento; mucho menos el de sopesar sus realizaciones espirituales. Su obra publicada provee abundante material para la investigación y la crítica de especialistas en muchas áreas del saber. Aquí he intentado suministrar los hechos biográficos esenciales que puedan necesitar.

El lector bien puede preguntarse cómo es que lo escribí. En 1950 Ronald me preguntó si aceptaba ser su exclusivo albacea literario. No nos separaba mucho más que quince años; es notorio que los clérigos suelen ser más longevos que los laicos; no creía probable que mis servicios fueran a ser necesarios. Pero él me anotó como albacea y así quedó la cosa. Uno de mis deberes en tal capacidad era el de designar a su biógrafo oficial.

Por su parte, él mismo era una de los albaceas literarios de Hilaire Belloc y, tres años después, mientras discutíamos quién podía ser el biógrafo de Belloc, se me ocurrió preguntarle sobre su propio biógrafo.  “Sí,” dijo sin gran entusiasmo, “supongo que alguno querrá escribir alguna cosa”. Había crecido en una tradición en la que todos contaban con alguna clase de conmemoración literaria, incluso los jóvenes de veinte años, muertos en combate, y consideraba la atención que le prestaría un biógrafo como una inevitable concomitancia de la muerte a nivel del fabricante de ataúdes y el sepulturero. Más tarde habló de escribir su autobiografía. Hasta fines de 1956 no se me ocurrió que lo sobreviviría; pero a principios de 1957 parecía que sería así nomás y concebí el proyecto de intentar su retrato. Hacia fines de junio, cuando sabía que se moría, me dio instrucciones sobre sus papeles. Fue entonces que le pedí la aprobación de mi proyecto. Me la dio. Difícilmente me la podría haber negado. Pero al día siguiente le escribió a un amigo contándole esto en términos que no me permiten dudar de que su aprobación no derivaba exclusivamente de su cortesía. Era muy consciente de las limitaciones de nuestra amistad. Lo conocí más que nada en términos de hombre de letras antes que sacerdote; esto es, nunca me confesé con él ni le pedí consejo espiritual o moral. Además, él conocía demasiado bien mi curiosidad y falta de discreción. Sabía qué tipo de libro probablemente escribiría y, así lo creo, esto era lo que quería -o, mejor dicho, estaba preparado a tolerar- a diferencia de lo que podría escribir un académico o un edificante colega.

Si el retrato que presento parece sombrío, no es por inadvertencia.

Cuando Ronald murió, la Iglesia Católica en todos los países de habla inglesa lo lamentó como la pérdida de un rico ornamento, y las historias que aparecieron sobre él contadas desde el púlpito o por la prensa eran las de un querido y privilegiado sobreviviente de una época de oro.


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