El Hombre Común

Gilbert Keith Chesterton

El hombre común

La explicación o la excusa de este ensayo se encontrará en cierta idea que a mí me resulta clarísima, pero que en realidad nunca vi enun­ciada por ningún otro. De cierta manera cruza la frontera de la contro­versia en boga. Puede usarse a favor de la democracia o en contra, se­gún se escriba con mayúscula o no esa palabra de doble filo. Puede relacionarse, como la mayoría de las cosas, con la religión; pero sola­mente de modo muy indirecto con mi propia religión. Es básicamente el reconocimiento de un hecho, aparte de la aprobación o desaproba­ción de ese hecho. Pero sí involucra la aseveración de que lo que en realidad ocurrió en el mundo moderno, es prácticamente lo contrario absoluto de cuanto se supone debió ocurrir.

La tesis es ésta: que la emancipación moderna en realidad ha sido una nueva persecución del Hombre Común. Si ha emancipado a al­guien, de manera especial y por estrechos caminos, ha sido al Hombre Excepcional. Ha brindado una especie de libertad excéntrica a ciertos hobbies de los hombres de fortuna o, en ocasiones, a algunas de las locuras más humanas de la gente culta. Lo único que ha prohibido es el sentido común, como lo hubiera entendido la gente común. De esta manera, si comenzamos por los siglos XVII y XVIII, descubrimos que el hombre en realidad ha obtenido mayor libertad para fundar una secta. Pero el Hombre Común de ninguna manera quiere fundar una secta. . Es mucho más probable que quiera, por ejemplo, fundar una familia. Y es exactamente allí donde es muy posible que los emancipadores mo­dernos comiencen a frustrarlo: en nombre del progreso, en nombre del Infanticidio.

Sería un modelo de libertad moderna decirle que puede, predicar cualquier cosa, por más extraña que sea, acerca de la Maternidad de la Virgen, mientras evite referirse al nacimiento natural; y decirle que gus­tosamente se le permite edificar una capilla de lata para predicar un credo de dos centavos, basado enteramente en el texto “Enoch engen­dró a Matusalén”, al mismo tiempo que se le prohíbe engendrar a na­die. Y a la luz de la realidad histórica, las sectas que disfrutaron de esa libertad sectaria en los siglos XVII y XVIII fueron generalmente funda­das por mercaderes o industriales de las clases que gozan de comodi­dades y a veces de lujos. Por otra parte, esos proyectos de esterilización se dirigen y se aplican generalmente a las clases bajas, para usar el título moderno y liberal que se les da a los pobres.

Lo mismo ocurre cuando pasamos del mundo protestante de los si­glos XVII y XVIII al mundo progresista de los siglos XIX y XX. Aquí la forma de libertad más aclamada, como vanagloria y como dogma, es la libertad de prensa. Ya no es solamente una libertad de panfletos, si­no una libertad de periódicos; o mejor, es cada vez menos una libertad para convertirse cada vez más en un monopolio. Pero lo importante es que el proceso, la prueba y la comparación son los mismos que en el primer ejemplo. La emancipación moderna significa lo siguiente: que cualquiera que puede costear un periódico, lo puede publicar. Pero el Hombre Común no querría publicar un periódico, aunque pudiera costearlo. Podría desear, por ejemplo, seguir hablando de política en un bar o en el vestíbulo de una hostería. Y éste es precisamente el tipo de charla realmente popular sobre política que los movimientos modernos han abolido a menudo: las viejas democracias, al prohibir las tabernas; las nuevas dictaduras, al prohibir la política.

También es vanagloria de la ética y la política recientemente eman­cipadas no poner mayores impedimentos a cualquiera que quiera pu­blicar un libro, especialmente si es científico, plagado de psicología y sociología; y tal vez inevitablemente lleno de perversiones y amable pornografía. A medida que creció esa tendencia moderna, se hizo ca­da vez menos posible que la policía molestara a un hombre que publi­ca la clase de libros que sólo los ricos pueden publicar, con suntuosas y artísticas ilustraciones o diagramas científicos. Es mucho más proba­ble, en la mayoría de las sociedades modernas, que la policía impida que un hombre cante una canción con una cándida descripción o una balada. Sin embargo, hay mucho que decir en favor de una canción, y hasta de un discurso, si lo comparamos con los escritos novedosos, que son al mismo tiempo analíticos y anárquicos. La antigua obscenidad te­nía cierto gusto y una gran virilidad aun en su violencia, que no es po­sible volcar en un diagrama o en una tabla estadística; y el hombre an­tiguo era siempre normal y no sentía jamás terror a la anormalidad. Lo importante es que, nuevamente en este punto, el Hombre Común, por lo general, no quiere escribir un libro, pero a veces puede querer can­tar. De ningún modo desea escribir un libro sobre psicología o sociolo­gía… ni leerlo. Pero sí quiere conversar, cantar, gritar, vociferar cuan­do es debido y así lo siente; y con justicia o no, cuando está ocupado en eso tiene más posibilidad de tropezar con un policía y no cuando es­tá (como no lo está nunca) escribiendo un estudio científico sobre una nueva técnica del sexo. El resultado total de la elevación, en el sentido moderno, es el mismo en la práctica que en los ejemplos anteriores.


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