Adorar a Dios en la liturgia

Alfonso Berlanga

El debate cultural sobre Dios y el hombre

Juan Miguel Ferrer y Grenesche

La dignidad y grandeza del hombre nunca se expresa mejor que cuando se arrodilla ante Dios y se abraza al hermano. Dos gestos que pueden devolver la salud a una sociedad que vive un momento agónico, de tránsito. Pienso que el momento presente de la cultura global toca de lleno la cuestión de Dios y el hombre, la cuestión del culto y de la adoración. Me atrevo a afirmar que hoy las grandes cuestiones del debate cultural son Dios y el ser humano, su comprensión y su posible relación, aun cuando se revistan aparentemente de otros argumentos muy diversos.

Es la cultura «global» que los medios de comunicación e información actuales han generado y que toca con más fuerza a las jóvenes generaciones y a las capas más instruidas de las diversas sociedades. Es cierto que no faltan brotes reactivos de exaltación de la «culturdiversidad» (neologismo que quiere evocar el muy conocido concepto de biodiversidad), intentando rescatar del magma cultural presente algunos minerales con neto valor propio: a nadie se le ocultan las corrientes «nacionalistas», «indigenistas», «étnicas» o «fundamentalistas» que surgen por una u otra parte del mundo, algunas con fuerza. Pero ¿podrán, a medio plazo, subsistir a esta «apisonadora» cultural?

Perdonen que comience a reflexionar con este discurso cultural, al presentar un libro que recoge una serie de interesantes y oportunas reflexiones teológicas y pastorales sobre la adoración a Dios. Pero la cultura es la expresión externa de la originalidad del ser humano: libre y capaz de asumir valores, de ser considerado por la realización de la virtud o del vicio, capaz de constituir, partiendo de los valores compartidos socialmente, «instituciones» de todo tipo y creaciones artísticas o científicas, con las que expresa y persigue tales valores, virtudes o vicios. Estoy convencido de que el «hecho cultural» es inseparable de la identidad humana y un buen punto de observación para diagnosticar el estado medio de la salud espiritual del ser humano.

Durante siglos la cuestión de Dios, como la del hombre o la de la naturaleza, ha centrado la reflexión del ser humano. Ante estos grandes temas siempre se dieron, junto a los comunes acuerdos (más expresión de la común naturaleza humana que de un elaborado consenso), las posiciones minoritarias discordantes. Así, siempre hubo ateos, pero más como negadores de unas formas religiosas insatisfactorias que como negación de Dios en sí mismo.

En Occidente será la grandeza creativa de las artes y, junto a ellas, de la técnica y la maquinaria, las que provoquen, en la antigüedad (Grecia y Roma) y en el renacimiento, los primeros conatos de una presunción, expresada mediante el mito de Ícaro, que «olvidaba» o relegaba la reflexión sobre Dios de los grandes temas del saber y la cultura, reducidos al hombre y la naturaleza. Pero será a partir del racionalismo ilustrado cuando este «olvido» quiera tomar carta de monopolio cultural, negando la idea misma de Dios y considerando toda expresión religiosa vicio de superstición que atenta contra la paz social y la dignidad del hombre. Esta es la cultura de la revolución, que no dejó de ser la propia de una minoría activista y elitista, pero que se expandirá por todo Occidente gracias al bonapartismo y al liberalismo político del siglo xix. Sus expresiones más dolorosas fueron el régimen de «el terror», en Francia, y las «guerras napoleónicas», en toda Europa. Sus considerados éxitos fueron los primeros pasos de política democrática (el desarrollo del «constitucionalismo» e independencia de los pueblos de América) y la revolución industrial, con la apertura de tantos caminos al bienestar humano.

El triunfo de esta «cultura de la revolución», no obstante, genera la gran cuestión social y la feroz competencia entre los pueblos occidentales, que se traduce en las luchas nacionalistas y la carrera colonialista. El pensamiento, por lo general, se hunde más y más en las arenas movedizas del racionalismo, es decir, de una «razón-experimental» que no acepta ninguna otra vía de acceso a la realidad ni a la verdad, hasta justificarse asumiendo el humillante positivismo, o dejarse llevar, sea por la resignación relativista, sea por la cólera irracional de ciertos voluntarismos. Así se llegará al materialismo, al marxismo y a los diversos totalitarismos políticos. Así se llegará a la negación más radical del ser humano en las dictaduras modernas y en las guerras mundiales.


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