Dios. Sí. ¿Pero qué Dios?

Vicente Borragán Mata

Introducción

El día 23 de octubre del año 2008, el diario El Mundo se hacía eco de una campaña de Richard Dawkins a favor del ateísmo. Para promocionarla pretendía colocar durante cuatro semanas, en treinta autobuses de Londres, este eslogan: «Dios probablemente no existe, deje de preocuparse y disfrute de su vida». El diario La Razón anunciaba el día 31 de diciembre de ese mismo año que la campaña Dios no existe llegaría a los autobuses de Barcelona en enero y que, si la respuesta de los ciudadanos fuera positiva, se extendería a los autobuses de Madrid y de otras ciudades españolas. Ese parece ser el corazón de la cuestión: «Dios probablemente no existe, te bastas y te sobras a ti mismo para ser feliz. No permitas que tu vida se complique por la presencia de alguien cuya misma existencia ignoras. Dios no es más que un aguafiestas que todo lo enturbia. Mejor dejarle de lado. Tu mundo es este. El Otro probablemente no existe».

Pero, como probablemente no existe, lo mejor sería vivir como si realmente no existiera. Se trataría sólo de un pequeño salto, que nadie notaría demasiado. Porque, por otra parte, ¿no está ya en plena retirada? ¿No lo estamos echando, poco a poco, de este mundo? ¿Tiene algún futuro? ¿No está todo dicho y experimentado? ¿Lo olvidamos de una vez para siempre? Dios, ¿para qué?

Pero con Dios o sin Dios todo cambia. Porque Dios y el hombre han estado tan íntimamente unidos en nuestra historia, que la desaparición del uno acarrearía la muerte del otro. Un rabino judío lo expresó en una frase bastante enigmática: «Si no hay un Dios para mí, ¿qué será de mí? Pero si hay un Dios para mí, ¿qué será de Dios?». Lo normal sería que si Dios existe y el hombre se hace preguntas sobre él, hubiera algún punto de encuentro entre ellos; lo anormal sería que marcharan cada uno por su lado sin encontrarse jamás. Lo que sucede es que hemos dedicado más tiempo a hablar de Dios que a vivir en su compañía. Le hemos hecho objeto de nuestros estudios y reflexiones, pero no de nuestra vida; hemos hablado mucho acerca de él y sobre él, pero no desde él. Pero, para conocer a una persona, no basta el estudio y la reflexión, sino que es absolutamente necesario el trato y el encuentro con ella. Si hay trato, pero no hay encuentro, cada persona permanece en su mundo como un objeto distante. Sólo en el encuentro puede haber revelación y descubrimiento, donación y entrega de una por la otra. Y la calidad de ese encuentro se mide por el amor. Los que se aman se entregan. Por eso, si no entramos en la dinámica del amor nunca podremos conocer a otra persona. Conoceremos su aspecto exterior, pero jamás sabremos por qué ríe o por qué llora, qué ama o detesta, qué le atrae o le repele.

Pues eso es exactamente lo que nos sucede con Dios. Para conocerle no basta saber mucho de él, sino que es necesario el encuentro. Un ateo puede hablar de Dios, pero jamás entrará en su misterio. Lo que diga puede ser interesante, pero todo será como un rumor o como una noticia de segunda mano, porque no se ha encontrado personalmente con él. El silencio sería preferible a la palabra.

Pero, si existe Dios, ¿cómo hablar de él? ¿Cómo decir algo del que es Indecible? ¿Cómo hablar de alguien a quien no hemos visto, ni oído, ni tocado con nuestras manos? ¿Por qué tantos no le conocen, le niegan o le combaten? ¿Por qué el ateísmo y la indiferencia? ¿Se ha revelado? ¿Se ha manifestado? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo es ese Dios revelado? ¿Cuáles son sus rasgos característicos? Tenemos que rastrear sin cesar, arriba y abajo, sin tregua ni descanso, en todas las direcciones. No podemos contentarnos con fáciles soluciones. El mundo lleva existiendo unos quince mil millones de años, el hombre apenas dos millones. ¿Cuánto durará su aventura en la tierra? No podemos responder a ese interrogante. Pero si Dios no existe, entonces el hombre no sería más que una presencia fugaz, una anécdota intrascendente en la gran historia de la creación, un ser sin fundamento y sin consistencia alguna, venido al mundo por puro azar y destinado a la muerte y a la nada. Nada sería atractivo ni interesante para nosotros. Nuestros sueños e ideales, todo lo que nos inquieta y apasiona, serían como paja que se lleva el viento.

Pero, ¿puede negarse el hombre a buscar el sentido de su vida? Hay un perfume en el mundo que nos indica que él ha pasado por aquí. «Caminante, si hay sed tiene que haber una fuente; si hay ansias de inmortalidad es que alguien las ha plantado en el hombre». Si Dios existe y nos ha creado, seguramente tiene que haber alguna manera de ponernos en contacto con él, en alguna parte tiene que ser posible el encuentro: en la belleza de la creación, en la grandeza de este mundo, en los ríos, en los mares, en las montañas… Pero parece que el lenguaje de la creación no ha sido suficiente. El hombre no ha llegado claramente a Dios a través de ella. Por el contrario, la creación le ha hincado de rodillas y le ha llevado de una parte para otra. Entonces, ¿dónde buscarle? ¿Dónde habrá salido a nuestro encuentro? Tal vez en todos los modos y en todas las maneras. Pero hay un lugar donde él ha dado la cara, nos ha dado cita y nos ha hablado con palabras amables y consoladoras, donde nos ha dicho quién es, cómo es, y cuáles son sus planes y proyectos para nosotros: en la Sagrada Escritura. En ella aparece como el primero y el último, el alfa y la omega, el eterno y el novísimo, el que era, es y será, aquel que no conoce vicisitudes ni ocasos, ni siglos ni años, ni días ni horas, el que todo lo ha creado con una sola palabra salida de su boca, el que tiene el reloj de la eternidad y del tiempo en sus manos. Ahí es donde se ha revelado, sin prisas, acomodándose a la capacidad de los hombres con quienes hablaba en cada momento, mostrando su unicidad, su grandeza y su omnipotencia, su misericordia y su fidelidad, su gracia y su amor, su presencia y su cercanía. Era demasiado grande como para revelarse de una sola vez. En la Biblia vamos de sorpresa en sorpresa y de asombro en asombro, como en un tobogán continuo.


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