Teología para todos

Frank J. Sheed

Presentación

¿Necesita realmente el católico medio —hombre corriente llamado inequívocamente a la santidad, según aquel precepto del Señor: Sed perfectos…— conocer todo lo que Dios ha revelado y lo que la Iglesia, como único intérprete autorizado de ese depósito, nos enseña? Ésta es la primera cuestión con la que se enfrenta la presente obra: muchos cristianos parecen mostrar hoy un desinterés total por la doctrina que —al menos en teoría— se han comprometido a vivir, que debe informar toda su existencia, que habrá de salvarles.

En el primer capítulo —Por qué estudiar Teología—, el tema se plantea de modo positivo: la Verdad es alimento y es luz. Si sólo nos preocupamos de la comida y la claridad materiales, no estamos siguiendo el consejo del Señor: procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da (Jn VI, 27). «Ser culturalmente docto y religiosamente analfabeto, —dirá el autor casi al final del libro, glosando esta idea— produce un desequilibrio en el hombre. Se encuentra éste con dos ojos desenfocados: uno enorme, que ve la vida como el hombre la ve, y otro minúsculo que la contempla de acuerdo con lo que nos enseña la fe. La tentación evidente es cerrar uno de los dos; naturalmente, él más pequeño».

Contra quienes justifican esta falta de interés, alegando que basta el amor para salvarse, la postura es diáfana: «¿Cómo es posible amar a Dios y no desear saber todo lo que se pueda sobre Él? El amor lleva al conocimiento, y el conocimiento sirve al amor. Así, cada verdad que aprendemos de Dios es una nueva razón para amarle».

Hay, por último, un tercer motivo: la dimensión que se alcanza conociendo a fondo la doctrina salvadora de Cristo es la única capaz de hacer que veamos las cosas como son en realidad, y que podamos transmitir a los demás esa visión realista de la vida. «Los hombres que no conocen a Dios, ni lo que es un alma humana, ni la finalidad de la vida, ni lo que viene después de ésta, viven en un mundo irreal. Tal es la condición de la mayor parte de los seres humanos, que necesita que se le enseñen las verdades que se refieren a Dios, la vida sobrenatural y el mundo futuro: porque no hay hombre capaz de vivir una realidad que no conoce, ni nosotros podemos reprocharle que no lo haga, si no se lo hemos enseñado». En cualquier caso, no podemos hacer partícipes a los demás de algo que no conocemos; ni siquiera tendremos conciencia de estar incumpliendo uno de nuestros deberes como cristianos, ya que, si no nos hemos preocupado de enterarnos de lo que el Señor nos ha revelado, ignoraremos aquel encargo, expreso e imperativo, que nos legó: Id, pues, y enseñad a todas las gentes…

No es ésta, sin embargo, la cuestión del libro, sino sólo su punto de partida. Ya en el segundo capítulo, el autor comienza la exposición de los principales temas de la Teología: el espíritu y el Espíritu infinito —Dios—, la Santísima Trinidad —Dios Uno— y las tres Personas —Dios Trino—; la Creación, la vida de la gracia, la caída de nuestros primeros padres y la Redención; la Iglesia, Nuestra Señora —como su primer miembro—, las virtudes y los sacramentos; los novísimos y el fin del mundo.

Al final, se incluye —a modo de epílogo— un discurso pronunciado por el autor, que puede considerarse como una verdadera síntesis de todo el libro. El laico, soldado de la Iglesia de Cristo, tiene que luchar en dos frentes: su afán de acercar a las almas al Señor —sabiendo que «no se lucha contra el enemigo, sino a favor suyo»— y su propia vida interior, imprescindible para ganar la guerra y ayudar a otros a ganarla: «pero hay una voz que siempre puede ser oída: la del hijo de Dios que habla al amigo, al vecino, al compañero de trabajo, de deporte o de viaje. Esa voz tiene asegurada la atención; de esa voz puede depender, en definitiva, la victoria en el momento y el lugar de la guerra en el que nos corresponda combatir».


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