Vida y misterio de Jesús de Nazaret, III. La cruz y la gloria

José Luis Martín Descalzo

INTRODUCCIÓN

Jesús no fue sólo un buen maestro, ni fue únicamente un predicador de ideas revolucionarias. Empequeñeceríamos su mensaje si lo redujéramos a sus discursos, por importantes que fueran éstos. Lo rebajaríamos si contempláramos solamente sus milagros, si sólo hubiera traído luz para nuestras inteligencias o si se hubiera limitado a darnos un ejemplo de amor que pudiésemos, de lejos, copiar. En Jesús son los hechos más decisivos aún que sus palabras. Y, sobre todo, el hecho central de su muerte y su resurrección.

Todo hombre revalida su vida con su muerte. Al morir, certificamos lo que somos, damos su verdadero sentido a nuestras vidas. Y esto ocurre, multiplicadamente, con la muerte de Jesús, sin la cual su existencia habría sido una más entre las de los hombres.

Nos acercamos, por ello, a las páginas más sagradas de esta vida y de este misterio de Jesús. Páginas únicas y vertiginosas. Imposibles para el escritor. Así lo constataba Gabriele D’Annunzio:

Todas las veces que me he acercado a este tema (la pasión) he temblado. Me parece que hasta hoy nadie haya representado con la potencia y la amplitud necesaria esta íntima tragedia, la más cerrada y profunda que yo conozca.

Pero, si el escritor tiembla al acercarse a ellas ¿no deberá hacerlo también quien las lee y medita? No se trata, es claro, de sentimentalismos. No se trata de averiguar «cuánto sufrió el pobre Jesús». Éste no es un libro de récords. Aquí hay más que tal o cual cantidad de dolor. Aquí entra en juego el destino de todo hombre. Sólo descalzos podemos acercarnos a esta zarza incombustible.

Porque la muerte de Jesús no es una anécdota ocurrida en un rincón de las páginas de la historia. Es, si se lee con un átomo de fe, algo que taladra el mundo y el tiempo. Ocurrió, ocurre. A fin de cuentas, sigue siendo exactísima la aguda intuición de Pascal:

Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. No se debe dormir en esta hora.

Esta hora en la que Cristo muere es la nuestra. El viernes santo es hoy. Y hoy ocurre algo decisivo para cada uno de nosotros.

Decisivo por la persona que vive esa muerte. Dostoyevski temblaba ante el solo nombre de Jesús:

Este hombre fue lo más excelso de la tierra, la razón por la cual la tierra existe. Todo nuestro planeta, con todo lo que contiene, sería una locura sin este hombre. No ha habido, ni habrá jamas nada que le sea comparable. Ahí ésta el gran milagro.

O como subraya Bonhoeffer:

Si la tierra ha sido digna de albergar a un hombre como Jesucristo, si un hombre como Jesús ha podido vivir aquí, entonces también para nosotros la vida vale la pena de ser vivida. Si Jesús no hubiera vivido, entonces nuestra vida, a pesar de todos los otros hombres que conocemos, veneramos y amamos, estaría desprovista de sentido.

Pero aún es más decisiva esa muerte por lo que en ella ocurre. Albert Camus, desde su dramática falta de fe, lo intuía profundamente:
La noche del Gólgota tiene tanta importancia en la historia de los hombres porque en aquellas tinieblas, abandonando ostensiblemente sus privilegios tradicionales, la divinidad ha vivido hasta el fondo, incluida la desesperación, la angustia de la muerte.

Pero no es ni siquiera el drama solitario de un hombre que es Dios. En el Calvario se juega la historia de todos los hombres. Dejemos hablar a Léon Bloy:
Jesús está en el centro de todo, asume todo, carga con todo, lo sufre todo. Es imposible golpear hoy a un ser cualquiera sin golpearle a él, imposible humillar a alguien sin humillarle, maldecir o asesinar a uno cualquiera sin maldecirle o matarle a él. Y el más vil de todos los malandrines se ve obligado a tomar en préstamo el rostro de Cristo para recibir un bofetón de no importa qué mano. De otro modo, la bofetada no llegaría nunca a alcanzarle y se quedaría suspendida, en el espacio de los planetas, en los siglos de los siglos, hasta que llegase a encontrar ese rostro que perdona.

Tendríamos, pues, que leer esta historia sabiendo que es la nuestra. Avanzar por sus vericuetos como por nuestros dolores, alimentarnos de sus esperanzas que son las únicas nuestras que no pueden marchitarse. Es el sentido de toda vida y de toda muerte lo que en estas páginas se cuenta.

Y quiero subrayar la unión de esa vida y esa muerte, porque se muy bien que, en realidad, en el subtítulo que he dado a este volumen (La cruz y la gloria) hay una grave tautología. La cruz es la gloria. La gloria es la cruz. Jesús no sufrió el viernes y —después— fue glorificado el domingo, la gloria de Jesús estaba ya en las entretelas de su cruz. Y, en definitiva ¿qué otra cosa quiere decir todo este volumen sino que la verdadera gloria de todo hombre está en la asociación a esa cruz? El viernes y el domingo se juntan. Son un único día. Hasta que el hombre no entiende esto, tiene incompleta su alma.


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