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Tesoro en vasija de barro

Fulton J. Sheen

PREFACIO

UN PROFETA QUE SUFRE EN SILENCIO

En 1957, el obispo Fulton Sheen -en aquel tiempo el católico más reconocido de Estados Unidos y con una audiencia televisiva sin igual-, comenzó la mayor prueba de su vida. Perdería mucho más de lo que su público imaginó: todo debido a que se negó a pagarle al Cardenal de Nueva York, Francis Spellman, el »dinero de la leche«

A fines de 1950, el gobierno donó millones de dólares en leche en polvo a la Arquidiócesis de Nueva York. A su vez, el cardenal Spellman la destinó a la Sociedad para la Propagación de la Fe, para que fuera distribuida entre los pobres del mundo. Y demandó, en más de una ocasión, que el director de dicha Sociedad -el obispo Sheen- pagara a la Arquidiócesis por la leche en polvo donada. Eran millones de dólares. A pesar de los considerables poderes de persuasión e influencia del cardenal Spellman, Sheen se rehusó a pagar.

Los fondos en cuestión habían sido donados por la gente para las misiones, fondos a los que el mismo Sheen había contribuido y que había recaudado gracias a sus programas. Sentía la obligación de protegerlos, aun de las ansiosas manos de su propio cardenal. Decidido a todo, Spellman apeló el caso al papa Pío XII en persona, en la presencia de Sheen. Luego de examinar los hechos, el Papa manifestó su apoyo a este último. El biógrafo Thomas Reese cuenta que después tuvo lugar una confrontación, donde Spellman profirió:

—Esto no quedará así. Podrá llevarme seis meses o diez años, pero todo el mundo sabrá qué clase de persona eres.

Le llevó menos de diez años. Hacia el otoño de 1957, el obispo Sheen, un ícono católico de los medios de comunicación por más de treinta años, se »retiró« del aire y puso fin a su programa »Vivir vale la pena”« (Life is Worth Living, en inglés), que estaba en la cumbre de su popularidad. Muchos supusieron que fue el cardenal Spellman quien lo echó de los medios de comunicación (al momento en que el programa fue suspendido contaba con un estimado de treinta millones de televidentes y oyentes cada semana). Súbitamente, este ilustre predicador dejó de ser bienvenido en las iglesias de Nueva York. Spellman canceló también sus sermones anuales de viernes Santo en la Catedral de San Patricio y disuadió a miembros del clero de mantener relación con él. En 1996, Spellman logró que Sheen fuera reasignado a Rochester, Nueva York, lo que puso fin a su dirección de la Sociedad para la Propagación de la Fe.

Por trascendentales que estos hechos puedan ser (y lo son), ningún detalle que concierne a las acciones del cardenal Spellman o a los sentimientos de Sheen sobre ellas es mencionado en esta autobiografía. Estas omisiones nos quieren decir algo muy interesante.

En alguna parte, Sheen escribe: «Algunos curiosos desearían que abra heridas ya curadas; los medios en particular se deleitarían con un capítulo en el que emitiera una sentencia sobre otros […] “Vivimos en tiempos de asesinos”, donde se busca más el mal en lugar del bien para justificar un mundo con problemas de conciencia». En las páginas que siguen no hay ajustes de cuentas, no hay denuncias. ¡Ah! Pero sí aparecen fugaces referencias a pruebas padecidas «dentro y fuera de la Iglesia» (p. 378) u otras como «Tengo la certeza de que ha sido Dios quien ha hecho que algunas personas me lanzaran piedras» (p. 351). Pero si quieren encontrar una venganza explícita, busquen en otro lado (¡Spellman es incluso elogiado!). En lugar de eso, lo que sigue es una autobiografía muy particular; una que constituye más bien el retrato interno de un hombre -no el externo-, y qué clase de hombre fue el obispo Fulton Sheen.


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