Los amó hasta el extremo

Antonio Pavía

Prólogo.
Algo más que un gesto…

El texto joánico que narra la acción de Jesús de lavar los pies a sus discípulos (Jn 13,1-20), ha sido objeto de múltiples interpretaciones por parte de no pocos exegetas de la Escritura. Dos de ellas son las que más se han afianzado a lo largo del tiempo. La primera resalta la actitud de humildad y rebajamiento de Jesús, actitud servicial que se señala como uno de los signos distintivos de la comunidad cristiana. La segunda nos impulsa más allá del gesto de Jesús de hacerse el último ante los suyos. Digamos que explora el sentido catequético de la regeneración del hombre, visibilizada en los pies lavados y limpios de sus discípulos.

Discutir o disertar acerca de la primacía de una interpretación sobre otra nos situaría casi en el ámbito de lo ridículo. Supondría rebajar la insondable riqueza de la palabra de Dios al campo de la competitividad. Además, hemos de tener en cuenta que los distintos veneros catequéticos de un mismo texto bíblico no son paralelos, sino que se entrelazan y se complementan entre sí.

Dicho esto y dando, por lo tanto, la misma importancia a cada una de las interpretaciones punteras, nos decantamos por sondear la segunda sin prescindir en absoluto de la primera. Para ello partimos de la promesa que Dios hizo llegar a su pueblo santo por medio de Ezequiel: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras idolatrías os purificaré. Y os daré un corazón nuevo…» (Ez 36,25-26).

El profeta hace mención a una purificación del hombre hecha por Dios por medio del agua. Él limpiará su corazón de todas sus manchas y corrupciones. Es una purificación que se lleva a cabo por la fuerza de la Palabra que, como sabemos, se identifica frecuentemente con el agua en la espiritualidad bíblica. Es más, Jeremías llamará a Dios Manantial de aguas vivas (Jer 2,13).

Es el baño de esta agua purificadora el que provoca el cambio del corazón del hombre, el que, con su fuerza, desestabiliza hasta derribar por tierra todo ídolo consentido; esos que nuestras manos, enfermizamente posesivas, han entronizado en nuestro corazón. Con ellos –que fueron nuestros señores– bajo nuestros pies (Sal 110,1), podemos emprender el camino de fe que nos hace llegar hasta la presencia de Dios, allí donde, como dice el salmista, sólo pueden vivir los que tienen limpios manos y corazón.


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