La cruz y el puñal

Por David Wilkerson

Con Juan y Elisabet Sherrill

Este es un extraordinario relato de las experiencias de un hombre al penetrar en las partes más bajas y sombrías de la ciudad de Nueva York. Desde el comienzo, fue guiado por el Espíritu Santo. Tal como Abraham, obedeció el mandato y salió “sin saber a dónde iba.” Los detalles de lo que experimentó él y su familia son a veces brutales y hasta repugnantes, pero a través de todos los sucesos se observa una fe constante, que aunque a veces vacila, jamás fracasa.

CAPITULO 1

Toda esta extraña aventura comenzó tarde una noche mientras sentado en mi despacho leía la revista Life, y volví una página.

A primera vista, no parecía que hubiera nada en la página que me interesara. Figuraba un dibujo a tinta de un proceso que se realizaba en la ciudad de Nueva York, a unos 560 kilómetros de distancia. No había estado jamás en Nueva York, ni había deseado ir allí nunca, excepto quizá para ver la estatua de la Libertad.

Comencé a dar vuelta la hoja. Pero al hacerlo, mi atención se concentró en la mirada de uno de los personajes del dibujo. Era un muchacho. Uno de los siete muchachos procesados por asesinato. El artista había captado una mirada tal de estupor, de odio y desesperación en su rostro, que abrí la revista cuán ancha era para observar con más detenimiento. Y al hacerlo solté el llanto. “¿Qué me pasa?” me dije en voz alta enjugándome impacientemente una lágrima. Luego miré con más atención el dibujo. Los muchachos eran todos jovencitos. Eran miembros de una pandilla llamada los Dragones. A los dibujos de los muchachos les seguía la historia de cómo habían ido al parque Highbridge en la ciudad de Nueva York, donde habían atacado brutalmente y muerto a Michael Farmer, un joven de quince años de edad que sufría de polio. Armados de cuchillos, los siete muchachos habían asestado a la víctima siete puñaladas en la espalda, para luego golpearlo en la cabeza con cinturones de cuero reforzados. Y se fueron limpiándose las manos ensangrentadas en el pelo, diciendo: “Le dimos una buena paliza.” La historia me dio asco. Me revolvió el estómago. En nuestro pueblecito ubicado en las montañas, tales cosas eran misericordiosamente increíbles. Es por eso que quedé pasmado ante el pensamiento que nació de repente en mi cerebro, un pensamiento maduro, como si procediera de alguna otra parté.

Ve a la ciudad de Nueva York y ayuda a esos muchachos.


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