José María Pérez Lozano

PRÓLOGO

Los cristianos tibios, los que sólo rezan en la iglesia, se creen que el Hijo de Dios es una imagen en una hornacina, y que María es una estatua cubierta de larga capa cónica. Algunos cristianos tienen tan peregrina idea de Ellos que no es raro que los sientan distantes. Temo que cuando se les dice que hay que imitar al Hijo de Dios, deben pensar si habrá que subirse, también, a una hornacina.

Bueno; este libro es para ellos. Para quienes el sol les ha secado la hierba íntima, pequeña y humilde de la ternura. Para que los hombres secos encuentren la única razón de este mundo, el Amor y, en él, su seco corazón vuelva a dar fruto.

Éste no es un libro de teología; es un libro de Amor, y el Amor no es equilibrio, sino dar sin medida. Es, pues, un libro apasionado que, si bien conserva un fondo absolutamente ortodoxo, no quiere ser científico. Es casi un libro de cuentos escrito por un padre de familia numerosa, en el mismo estilo en que cuenta cuentos a sus niños.

Me gustaría que al ver a aquel Niño y a su Madre un poco más próximos, al acercarse al misterio de la naturaleza humana en Cristo (la otra, la divina, no sé explicárosla), alguien pudiese amarle más y hasta ser más capaz de imitarle.

Todos hemos añorado, más de una vez, que los Evangelistas nos diesen más noticias del Niño. Ese quinto Evangelio que María guardaba escrito en su corazón. Creemos que el silencio de la Revelación en este punto es intencionado: sólo un Niño y su Madre, viviendo día tras día en un pueblecito judío. Yo he querido bucear en ese silencio sin más fuentes que mi experimentada ternura de padre y mi amor por Dios Niño y por la Madre. No se me pongan, pues, demasiados razonamientos. A la manera de un evangelio apócrifo, yo he inventado la exquisita leyenda de una intimidad que no hemos conocido y que nos morimos por conocer. Lo cotidiano de Ellos. También con intención, quedan las alusiones incongruentes y absurdas a temas próximos, la superación del tiempo (tranvías o autobuses por las calles de Nazareth como un símbolo de que ese tiempo no existe), no es nada; como un símbolo de la eternidad de Ellos. El Niño nació el año I de nuestra Era; pero si hubiese nacido hoy, en esta Palestina dividida, las cosas serían lo mismo, y la misma ternura habría en los ojos de la Madre y el mismo Fin (¿pero no fue un Principio?) esperaría al Hijo del Carpintero.

También está el humor, desesperada aproximación humana a la Alegría, la desconocida Alegría que no es de este mundo, como Él, porque la Alegría es Él. También la ironía, a veces, nunca desgarrada ni ácida, sino sólo expresión de una melancolía: la de saber que Él está entre nosotros y nosotros no lo conocemos. Y lo que pueda haber de poesía, Ellos mismos la ponen, con sólo su presencia, con sólo su diálogo de miradas. No estorba aclarar, frente a un libro de esta clase, que el autor es católico, apostólico, romano, y que nunca los juicios aquí vertidos quieren separarse de los juicios de nuestra segunda Madre, la Iglesia.

¿Y qué más?

Bueno, nada. Adiós. Que Madre os guarde, Madre que también tiene una O. Porque Ella es así, misteriosamente cerrada en torno al Niño y a todos los hombres niños.

Madrid, día de San Miguel Arcángel de 1957.


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