Ser cristiano en la era neopagana

Joseph Ratzinger

El descontento con la Iglesia

No se necesita mucha imaginación para darse cuenta de que la «compañía» a la que aludo aquí es la Iglesia.

Tal vez se evitó mencionar el término «Iglesia» en el título sólo porque provoca espontáneamente una reacción de defensa en la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo. Estos piensan: «Hemos oído hablar de la Iglesia hasta la coronilla, y además no ha sido nada agradable». La palabra y la realidad de la Iglesia se han desacreditado. Y por esta razón incluso una reforma permanente da la impresión de no cambiar nada. ¿O quizá el problema estriba en que hasta la fecha no ha sido descubierto qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una «compañía» que valga la pena ser vivida?

Pero preguntémonos ante todo: ¿por qué la Iglesia resulta desagradable a tantas personas, e incluso a los creyentes, a personas que .hasta hace poco podían ser consideradas entre las más fieles o que, aun sufriendo, lo siguen siendo todavía hoy? Los motivos son muy diversos y también opuestos, según el tenor de las posiciones. Algunos sufren porque la Iglesia se ha adecuado excesivamente a los parámetros del mundo actual; otros no ocultan su enfado porque todavía se mantiene extraña a este mundo. Para la mayoría de la gente el descontento con la Iglesia se manifiesta a partir de la constatación de que es una institución como tantas otras, y que como tal limita mi libertad. La sed de libertad es la forma mediante la cual hoy día se expresan el deseo de liberación y la percepción de no ser libre, de estar alienados. El anhelo de libertad aspira a una existencia que no esté limitada por algo ya dado y que me obstaculiza en mi desarrollo pleno, presentándome desde el exterior el camino que debo recorrer. Pero por todos lados chocamos contra barreras y bloqueos de calles de esta clase, que nos detienen y nos impiden ir adelante. De esta forma, las vallas que alza la Iglesia tienen un peso doble, pues penetran hasta la esfera más personal e íntima. Pero las normas de vida de la Iglesia son mucho más que una simple regla de tráfico tendente a evitar los eventuales choques de la convivencia humana. Ellas tienen que ver con mi camino interior, y me dicen cómo debo comprender y configurar mi libertad. Me exigen decisiones, que no puedo tomar sin el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los frutos más hermosos del jardín de la vida? ¿No es cierto que con las restricciones producidas de tantas órdenes y prohibiciones nos ponen una barrera en el camino hacia un horizonte abierto? Y el pensamiento, ¿no lo obstaculizan en su grandeza, así como también la voluntad? ¿Tal vez la liberación tenga que ser necesariamente la salida de esta tutela espiritual? Y la única y verdadera reforma, ¿no sería la de rechazar todo esto? Pero entonces, ¿qué queda de esta «compañía»?

La amargura frente a la Iglesia presenta asimismo un motivo específico. En medio de un mundo gobernado por una disciplina dura y por constricciones inexorables, ahora y siempre se eleva hacia la Iglesia una esperanza silenciosa: ella podría representar en medio de esto una pequeña isla de vida mejor, un oasis de libertad en el que de cuando en cuando uno puede retirarse. La ira, o la desilusión, contra la Iglesia reviste un carácter completamente particular, porque se espera silenciosamente de ella mucho más que de las otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. O por lo menos se tendría que sentir el gusto de la libertad, el hecho de ser libres: ese salir de la caverna que mencionaba San Gregorio Magno, aludiendo a Platón.

Sin embargo, desde el momento en que la Iglesia se ha alejado concretamente de semejantes sueños, asumiendo también el aspecto de una institución y de todo lo que es humano, se alzan contra ella en una cólera muy amarga. Y esta cólera no puede desaparecer, porque no se puede extinguir ese sueño que nos había dirigido esperanzadamente hacia ella. Dado que la Iglesia no es tal como aparece en nuestros sueños, se trata de una manera desesperada de transformarla según nuestros deseos: un lugar donde se puedan expresar todas las libertades, un espacio en el que caigan nuestros límites, donde se experimente esa utopía que tendrá que existir en alguna parte. Del mismo modo que en el campo de la acción política se querría construir finalmente un mundo mejor, así también se debería edificar finalmente una Iglesia mejor —quizá como la primera etapa del camino que lleva a aquél—. Una Iglesia llena de humanidad, llena de sentido fraterno, de creatividad generosa, un lugar de reconciliación de todo y para todos.


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