El gran desconocido, el Espíritu Santo y sus dones
Antonio Royo Marín, O.P.
INTRODUCCION
La primera vez que San Pablo llegó a Atenas, entre los innumerables ídolos de piedra que llenaban calles y plazas y que arrancaron al satírico Petronio su famosa frase de «ser más fácil encontrarse en esta ciudad con un dios que con un hombre», le llamó poderosamente la atención un altar con la siguiente inscripción: «Al Dios desconocido», lo que le dio pie y ocasión para su magnífico discurso en el Areópago: «Ese Dios, al que sin conocerle veneráis, es el que vengo a anunciaros» (Act 17,23).
Más tarde, al llegar de nuevo el gran Apóstol a la ciudad de Éfeso, halló algunos discípulos que habían aceptado ya la fe cristiana y les preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» Ellos le contestaron: «Ni siquiera hemos oído si existe el Espíritu Santo» (Act 19,1-2).
Aunque parezca increíble después de veinte siglos de cristianismo, si San Pablo volviera a formular la misma pregunta a una gran muchedumbre de cristianos, obtendría una respuesta muy parecida a la tan desconcertante que le dieron aquellos primeros discípulos de Éfeso. En todo caso, aunque les suene materialmente su nombre, es poquísimo lo que saben de El la inmensa mayoría de los cristianos actuales.
Creemos oportuno, ante todo, exponer los principales motivos y las tristes consecuencias de este lamentable olvido de la persona adorable del Espíritu Santo.
a) Falta de manifestaciones
El primer motivo de la general ignorancia en torno a la tercera persona de la Santísima Trinidad obedece, quizá, a sus propias manifestaciones muy poco sensibles y, por lo mismo, muy poco perceptibles para la inmensa mayoría de los hombres.
Se conoce bastante bien al Padre, se le adora y se le ama. ¿Cómo podría ser de otra manera? Sus obras son palpables y están siempre presentes a nuestros ojos. La magnificencia de los cielos, las riquezas de la tierra, la inmensidad de los océanos, el ímpetu de los torrentes, el rugir del trueno, la armonía maravillosa que reina en todo el universo y otras mil cosas admirables repiten continuamente, con soberana elocuencia y al alcance de todos, la existencia, la sabiduría y el formidable poder de Dios Padre, Creador y Conservador de todo cuanto existe.
Conocemos, adoramos y amamos inmensamente también al Hijo de Dios. Sus predicadores no son menos numerosos ni elocuentes que los de su Padre celestial. La historia tan conmovedora de su nacimiento, vida, pasión y muerte; la cruz, los templos, las imágenes, el cotidiano sacrificio del altar, sus numerosas fiestas litúrgicas recuerdan a todos continuamente los diferentes misterios de su vida divina y humana; la eucaristía, sobre todo, que perpetúa su presencia real, aunque invisible, en esta tierra, hace converger hacia El el culto de toda la Iglesia católica.

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