La fuerza de La Cruz

Raniero Cantalamessa

JESUCRISTO ES SEÑOR

El día más santo del año para el pueblo judío —el Yom Kippur, o día de la «Gran expiación»—, el sumo sacerdote, llevando la sangre de las víctimas, pasaba al otro lado del velo del templo, entraba en el «Santo de los santos» y allí, solo en presencia del Altísimo, pronunciaba el Nombre de Dios. Era el Nombre que se le había revelado a Moisés desde la zarza ardiendo, compuesto de cuatro letras, que a nadie le era lícito pronunciar durante el resto del año, sino que se sustituía, al pronunciarlo, con Adonai, que quiere decir Señor. Ese Nombre —que tampoco yo quiero pronunciar por respeto al deseo del pueblo judío, por el que la Iglesia reza el día de Viernes Santo—, proclamado en aquellas circunstancias, establecía una comunicación entre el cielo y la tierra, hacía presente a la misma persona de Dios y expiaba, aunque sólo fuese en figura, los pecados de la nación.

También el pueblo cristiano tiene su Yom Kippur, su día de la Gran expiación, y ese día es éste que estamos celebrando. Ese cumplimiento ha sido proclamado, en la segunda lectura de esta liturgia, con las palabras de la carta a los Hebreos: «Tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios» (Hb 4,14). Cristo —leemos en esa misma carta— «ha entrado en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de becerros, sino con la suya propia» (Hb 9,12). También en este día, en el que celebramos, ya no en figura sino en realidad, la Gran expiación, no ya de los pecados de una sola nación sino «los del mundo entero» (cf 1 Jn 2,2; Rm 3,25), también en este día se pronuncia un Nombre. En la aclamación al Evangelio hemos cantado, hace un momento, estas palabras del apóstol Pablo: «Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre». También el Apóstol se abstiene de pronunciar ese nombre inefable y lo sustituye por Adonai, que en griego suena Kyrios, en latín Dominus y en español Señor:»Toda rodilla —prosigue el texto— se doble y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es el Señor! para gloria de Dios Padre» (Flp 2,8-11). Pero lo que él quiere expresar con la palabra «Señor» es precisamente aquel Nombre que proclama el Ser divino.

El Padre ha dado a Cristo —incluso como hombre— su mismo Nombre y su mismo poder (cf Mt 28,18); ésta es la verdad inaudita que se encierra en la proclamación: «¡Jesucristo es el Señor!» Jesucristo es «El que es», el Viviente.

San Pablo no es el único que proclama esta verdad: «Cuando levantéis al Hijo del Hombre —dice Jesús en el evangelio de Juan—, sabréis que Yo Soy» (Jn 1,28). Y también: «Si no creéis que Yo Soy, moriréis por vuestros pecados» (Jn 8,24). La remisión de los pecados tiene lugar ahora en este Nombre, en esta Persona. Hace unos momentos hemos oído, en el relato de la Pasión, lo que ocurrió cuando los soldados se acercaron a Jesús para prenderlo: «Les dijo: ‘¿A quién buscáis?’ Le contestaron: ‘A Jesús el Nazareno’. Les dijo Jesús: ‘Yo Soy’. Al decirles: ‘Yo Soy’, retrocedieron y cayeron a tierra» (Jn 18,4-6). ¿Por qué retrocedieron y cayeron a tierra? Porque él había pronunciado su Nombre divino, «Ego eimí – Yosoy», y éste quedó libre por un instante para desencadenar su poder. También para el evangelista Juan, el Nombre divino está íntimamente ligado a la obediencia de Jesús hasta la muerte: «Cuando levantéis al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado» (Jn 8,28). Jesús no es Señor en contra del Padre, o en lugar del Padre, sino «para gloria de Dios Padre».

Ésta es la fe que la Iglesia heredó de los apóstoles, que santificó sus orígenes, que modeló su culto e incluso su arte. En la aureola del Cristo Pantocrator de los mosaicos y de los iconos antiguos aparecen inscritas en oro tres letras griegas: «O~Omega-N – El que es». Nosotros estamos aquí para hacer que esta fe se despierte, si es necesario, incluso de las piedras. En los primeros siglos de la Iglesia, en la semana siguiente al bautismo, que era la semana de Pascua, tenía lugar la revelación y la entrega a los neófitos de las realidades cristianas más sagradas, que hasta ese momento se les habían mantenido ocultas o de las que sólo se hablaba por alusión, de acuerdo a la «disciplina de lo arcano», entonces en vigor. Se les introducía, un día tras otro, en el conocimiento de los «misterios» —es decir, del bautismo, de la Eucaristía, del Padre nuestro— y de su simbolismo, y por eso se lo llamaba catequesis «mistagógica». Era una experiencia única, que dejaba una impresión imborrable para toda la vida, no tanto por la forma en que ocurría cuanto por la grandeza de las realidades espirituales que se desplegaban ante sus ojos. Tertuliano dice que los convertidos «se sobrecogían de asombro ante la luz de la verdad»(TERTULIANO, Apologético, 39,9.)

Actualmente todo esto ya no existe; con el paso del tiempo, las cosas han ido cambiando. Pero podemos recrear momentos como aquellos. La liturgia aún nos ofrece ocasiones para hacerlo. Y una de ellas es esta solemne liturgia del Viernes Santo. Esta tarde la Iglesia, si nos encuentra atentos, tiene algo para «revelarnos» y para «entregarnos», como si fuéramos neófitos. Tiene para entregarnos el señorío de Cristo; tiene para revelarnos este secreto que está escondido para el mundo: que «Jesús es el Señor» y que ante él debe doblarse toda rodilla. Que, un día, «se doblará» indefectiblemente ante él toda rodilla (cf Is 45,23). De la palabra —o dabar— de Dios, se dice en el Antiguo Testamento que «caía sobre Israel» (cf Is 9,7), que «venía sobre alguien». Pues bien, esta palabra «Jesús es el Señor», culminación de todas las palabras, «cae» sobre nosotros, viene sobre esta asamblea, se hace realidad viviente aquí, en el centro de la Iglesia católica. Pasa como la antorcha ardiendo que pasó entre las dos mitades de las víctimas que había preparado Abrahán para el sacrificio de alianza (cf Gn 15,17).


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