José María Rodríguez Olaizola, SJ

Introducción

Una de las experiencias más universales y más humanas que podemos tener es la soledad. Es una peculiar compañera de camino. Un sentimiento complejo, que a veces trae paz, pero en otras ocasiones nos abruma, sin que sepamos bien qué hacer con eso que remueve en nosotros. Todos nos sentimos solos en algunos momentos. Eso no significa necesariamente que nos sintamos mal. En ocasiones la soledad es buscada, hasta anhelada. En esos casos la ausencia de vínculos más inmediatos, la distancia con otros o el silencio, lejos de ser algo opresivo o amenazador, se convierte en escenario apacible en el que transcurre nuestra vida. Pero hay momentos en los que, lejos de ser vivida con esa tranquila aceptación, la soledad muerde, porque ni la deseamos ni sabemos qué hacer con ella.

¿Quién no ha experimentado, alguna vez, ese zarpazo de la soledad? Esa que no queremos, que llega inesperada e indeseada. Esa que nos hace revolvernos, entre furiosos y abatidos, buscando, imaginando, anhelando una palabra amiga, un abrazo protector, un hombro donde recostar cansancios o penas. Esa que contiene inseguridades sobre la propia valía, culpas por decisiones que no te atreves a compartir con nadie, miedos que te asaltan, aunque te parezcan ridículos, y que por eso mismo no eres capaz de revelar a otros. Esa que añora un café compartido, unas risas sanadoras, una caricia o una conversación afable con quien sabemos que nos quiere. Esa que te exaspera, cuando pasas horas mirando una y otra vez los buzones de entrada o tus perfiles en las redes sociales, a ver si hay un mensaje, una señal, una llamada o una respuesta que no termina de llegar. Esa que lo mismo se presenta en un escenario lleno de gente, cuando no tienes ni un instante para ti, que en un espacio vacío, en el que silencio y desierto amenazan con su enormidad. Esa que nos deja una sensación de orfandad y de vergüenza cuando se adueña de nuestro horizonte. Orfandad, porque nuestro corazón lamenta la ausencia de alguien que pudiera acompañarnos. Vergüenza, porque parece que la soledad certifica tu fracaso, tu incapacidad para el encuentro. «Algo tendré, para no tener a nadie cerca», termina siendo la cruel e injusta conclusión con la que uno se flagela. Entonces te buscas las vueltas, te sacas los defectos, te enfadas con el mundo, contigo mismo, con Dios. Entonces intentas disfrazar la soledad de indiferencia. Encoges los hombros, te revistes de dureza, disfrazas la frustración tras una máscara de humor, de frialdad o de ocupación, o te vas refugiando en pequeños sucedáneos que te ayuden a llenar las horas y los huecos. Pero ahí sigue ella, merodeando, mordiendo, y de vez en cuando removiendo de nuevo tus cimientos.

Esa soledad, difícil compañera en algunas etapas del camino, es inevitable en distintos momentos y situaciones vitales. Pero podemos aprender a bailar con ella. No es el fin del mundo, ni es una señal de fracaso. Es, tan solo, otra música que forma parte de la banda sonora de la historia y de la vida. Y, aunque no lo creas, está en todas las historias, y en todas las vidas, por más que en cada una se presente de maneras diferentes.

Hay, en el ser humano, un ansia profunda de encuentro, de cercanía, de intimidad y pertenencia. Ser persona es ser en relación. Esas relaciones nos definen y nos sostienen. Nadie se entiende a sí mismo sin trazar alrededor un mapa de nombres y afectos. Somos personas porque somos amigos, madres, maestros, amantes, hijos, jefes, discípulos, médicos, pacientes, compañeros de una comunidad, colegas, enemigos, parejas… No todas las relaciones tienen la misma entidad, ni todas significan lo mismo. No todas llenan el vacío de la soledad de idéntica forma. Cuanto más accesoria o menos significativa sea una relación, menos influye en esta vivencia tan íntima y profunda. Hay relaciones que, sencillamente, no colman nuestra necesidad de encuentro y pertenencia. Pero hay otras que sí. Quizás sean un círculo más restringido en la propia vida, pero, quien más, quien menos, todos tenemos algunos nombres grabados a fuego en nuestra historia.

Soledad y encuentro no son enemigos. Son, más bien, dos dimensiones de nuestras vidas, de todas las vidas. Solo que hay que aprender a conocerlos. Especialmente a la soledad. Para que, lejos de ser una carga o una amenaza, se convierta en oportunidad y escuela. Porque en ella podemos encontrarnos, a nosotros y a los otros. Porque, lejos de comernos la moral y agotarnos las fuerzas, la soledad puede ser aliada en esta batalla fascinante y compleja que es la vida. Solo hay que aprender a escuchar una música diferente que nos permita bailar con ella. Una música hecha de aceptación y deseos, de lucidez y consciencia, de memoria y esperanza, de fe y tormentas. Todo eso está en este libro. La soledad y el encuentro. El silencio y la música.

Me gusta la imagen del baile. Es una buena metáfora de otras muchas formas de relacionarnos. Por eso la he escogido para guiar este recorrido. A menudo pienso en el mundo como un lugar habitado por la música. Músicas diferentes. Sonidos que, cuando aprendemos a escucharlos, nos ayudan a movernos de una manera única y distinta. Música que nos invita a hacer de nuestros movimientos baile. A veces plácido, a veces agitado. A veces solitario, y otras en grupo.

En los Premios Óscar de 2008, el premio a la mejor banda sonora fue para Dario Marianelli por su brillante composición para la película Expiación. Probablemente su mayor genialidad, que hizo que el compositor italiano ganara los principales galardones de aquella temporada, fue convertir en música el sonido de una máquina de escribir, y enlazar en la obertura el tecleo de esa máquina y las notas de un piano. La protagonista, Briony, una niña, escribe su primera obra de teatro. El ruido vertiginoso de las teclas contra el papel se convierte en música intensa, casi ansiosa, y esa melodía es el reflejo de la mezcla de emociones de la cría: su agitación, su prisa, su perfeccionismo, su demanda de atención. Esa va a ser su música. Gestada en los ruidos más cotidianos. Todos tenemos como una banda sonora propia, en la que encajan nuestros ruidos, palabras, silencios, ritmo, sentimientos, y encuentros.


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