Gilbert Keith Chesterton

PREFACIO

Herejes es Chesterton del mejor, pero se trata de una de sus primeras obras, y ha sido injustamente olvidada. Sin embargo, desde el primer momento se ganó un lugar en los corazones de una selecta minoría. R. H. Benson no tardó en escribir: «¿Ha leído usted —preguntó a un crítico en 1905— un libro de G. K. Chesterton titulado Herejes? Si no lo ha hecho, hágalo y dígame qué le parece. En mi opinión, el espíritu que subyace en él es espléndido. No se trata de un autor católico, pero el espíritu… Hacía tanto tiempo que nada me conmovía tanto… Se trata de un auténtico místico, a su modo».

Rebosante de su característico e incisivo ingenio y de un brío espléndido, en la obra el autor analiza con precisión de bisturí las falacias del pensamiento moderno ejemplificadas en los principales escritores de su época, muchos de los cuales se cuentan, de hecho, entre los grandes nombres del siglo: Nietzsche, Shaw, Yeats, Kipling, Ibsen, H. G. Wells, y muchos otros, todos sometidos al implacable examen de Chesterton. El humor tolerante que éste derrocha a expensas de sus criticados no resulta ofensivo, y constituye, por el contrario, fuente de inagotable delicia. Veamos, a modo de ejemplo, lo que dice sobre la «religión de la humanidad»:

Y no es nada sensato atacar la doctrina de la Trinidad y considerarla parte de un misticismo desconcertante, y acto seguido pedir a los hombres que adoren a un ser que es noventa millones de personas en un solo Dios, sin confundir las personas ni dividir la sustancia.

La imagen resulta a la vez risible y precisa, y sin embargo en ella no aparece ni rastro de malicia o de desprecio, —lo que tal vez nos ofrece una pista sobre por qué, en toda una vida dedicada a la polémica y a los debates sobre los temas más delicados, Chesterton no se granjeó prácticamente un solo enemigo.

A pesar de ello, Herejes es una declaración de guerra contra las locas ideologías de la época dictadas por el «apóstol del sentido común» y, como tal, suscitó cierta oposición. Fue, en gran medida, el deseo de responder a la oposición provocada lo que llevó a Chesterton a defender sus posiciones en su incomparable credo, es decir, en su obra Ortodoxia, que de manera bastante injusta ha llegado a eclipsar el presente volumen, tal vez a causa de la proximidad en el tiempo de ambas publicaciones y de la coincidencia de temas. Se trata de algo injusto, digo, tanto porque el impulso que mueve Herejes es esencialmente distinto como porque se trata de un tesoro lleno de cosas maravillosas; el capítulo «De ciertos escritores modernos y la institución de la familia», por ejemplo, se encuentra, según algunos críticos, entre los textos más valiosos jamás escritos por el autor.

En sus Essays on His Own Times [«Ensayos sobre sus propios tiempos»], Coleridge afirma:

En todo Estado no del todo bárbaro debe existir una filosofía, buena o mala. Por escasa que sea la tendencia a hablar de la especulación y la teoría entendidas como opuestas (tonta y absurdamente opuestas) a la práctica, no resultaría difícil demostrar que así como es el espíritu existente de la especulación, así será el espíritu y el tono de la religión, la legislación y la moral, y no sólo ellas, sino también las bellas artes, los modos y las modas. Todo esto no es menos cierto porque la mayoría de los hombres viva como los murciélagos, es decir, en la penumbra del anochecer, y conozca la filosofía de su tiempo sólo a través de sus reflejos y refracciones.

Al filósofo político estadounidense Russell Kirk, católico converso, le gustaba tanto esta afirmación que la usó como epígrafe de su obra más célebre, The Conservative Mind [«La mente conservadora»]. En muchos aspectos, serviría de admirable prefacio al presente volumen. Chesterton no se habría definido a sí mismo como conservador. Y, sin duda, como hemos visto, cuando escribió Herejes todavía no se había convertido al catolicismo. Con todo, fue un defensor infatigable de «lo permanente», que halla su verdadero hogar —como haría él mismo más tarde— en lo más permanente de todo, la Iglesia Católica Romana.

ROBERT ASCH


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