La religión y el origen de la cultura occidental

Christopher Dawson

PRÓLOGO

Hay varias razones para alegrarse de tener este libro otra vez entre manos. Digo otra vez porque se trata de una reedición y eso quiere decir que un número suficientemente importante de personas lo han leído y se han sentido satisfechas. Este presentador figura entre ellas —la de Dawson fue una de las lecturas que recuerda mejor de su primera formación como historiador—; el historiador británico era, había sido, es y sería de desear que continuara como una de esas referencias únicas en las que los jóvenes de espíritu o de edad se forman a la vez que se recrean. Se trata, ciertamente, de uno de los más certeros intérpretes de la historia de Europa que ha dado el siglo XX. Hombre que había alcanzado la madurez antes de que acabase la primera mitad del siglo y que tuvo que vivir con plena conciencia primero la Gran Guerra y luego la de Hitler, supo advertir lo que había de acierto histórico y de coherencia con el pasado entre los pioneros del europeísmo que intentaron zanjar la herida de las guerras mundiales, no mucho después de que acabase la segunda (1945), al gestar lo que llevaría a crear la Unión Europea.

Dawson no tenía nada que ver con la política —que uno sepa—, fuera de lo que tenía y tiene que ver todo ciudadano británico que sea, además, professor en universidades de su país y de los Estados Unidos de América. Era, sobre todo, un lector: pero de cosas de su tiempo y de todos los demás tiempos y lugares del mundo que le llamasen la atención. Y un lector de fuentes: que iba directamente a beber en ellas, en los escritos conservados de las culturas más antiguas.

Eso le dio lo que no tuvo de investigador —en el sentido formal, cuasiadministrativo de la palabra—: una sólida erudición que no era traba, sin embargo, para que remontara el vuelo y le dejase elaborar por cuenta propia una idea certera de lo que había sido el origen de la propia cultura, de todas las culturas quiero decir.

Dawson conocía al detalle las más diversas formas de cuantas se habían dado en todo el mundo desde China y Japón al finisterre del Atlántico en todos los milenios conocidos, incluido el que siguió (y algo más) a la vida mortal de Jesucristo. Las veía —esas formas— con ojos de europeo que no se engaña sobre la enorme fuerza del caudal creativo de las culturas orientales; que no las reduce, por tanto, a mera diferencia en relación con Occidente, ni mucho menos a espectáculo insólito y curiosidad para occidentales, sino que cala en ellas, como profundiza a la vez en su propia cultura, y acierta a señalar lo que es distinto.

Eso —la búsqueda y observación de lo distinto— fue una de las mejores aportaciones de Dawson (que culminaría, es verdad, al final de su vida y quedaría patente en una obra póstuma, Religión and worid history, 1975). No deja de ser revelador que su segundo libro, Progress and religión (1929), hubiera constituido una propuesta epistemológica de alcance universal, que fue la que, después, fue desgranándose en más de una veintena de ensayos lúcidos sobre la historia del mundo entero, sobre la de Occidente y, ante todo, la de Europa en particular. No es que dejase de comprender el interés (vital) de América, precisamente como parte privilegiada de Occidente; él mismo estuvo vinculado, como queda dicho, a los Estados Unidos. Lo que ocurría es que le habían deslumbrado los orígenes de esa realidad que llamamos así, Occidente, por singular coherencia con su historia, en la medida en que procede del Imperio romano precisamente occidental.


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