Dietrich von Hildebrand

PRÓLOGO

Tratándose de Dietrich von Hildebrand, es necesario partir para conocerlo de algunas de sus noticias biográficas. Imprescindible el dato de su procedencia: una familia de buen arraigo en el tronco germánico; gente recia, dinámica y también soñadora, que entiende la vida como una batalla sin tregua; se reúne con frecuencia, evoca a los antepasados, come platos fuertes y entona viejas canciones.

El padre es un escultor. Vive de su trabajo y realiza su arte con mano delicada no exenta de una remota sensualidad tímida. Algo le impulsa a instalarse con los suyos en una mansión palacial en Florencia. Entraría por las ventanas el aliento espeso de la ciudad. Y las habitaciones serían de alto puntal; el corredor en forma de rectángulo dotado de una chimenea con repisas veteadas; y habría alfombras de las que pesan y acaparan el polvo distribuidas profusamente por las habitaciones. En los ojos de la servidumbre se advertirla la impaciencia por sacudirlas como tradicionalmente se hace el primer día de primavera.

Ni el padre ni la madre le hablan a Dietrich de Dios ni de Jesús, pero sí de la Verdad y la Belleza, el Bien o la Justicia, ideas cuyo trato les era familiar debido a la vigencia por entonces del pensamiento idealista. Es muy interesante lo que hará en su madurez von Hildebrand con estas ideas. Por el momento se limita a escucharlas. Dotado de un extraordinario poder receptivo, las «medita en su corazón» mientras explora el palacio y observa a sus hermanas mayores. Él es el pequeño y el único varón.

Aparte de éstas, conviven en la mansión dos mujeres decididas a llevarlo de la mano. Una es la madre. Excelente conocedora del latín, en todo sobresale por su formación clásica. Representa en la vida del hijo -y esto es importante subrayarlo-, la Alemania inclinada al Mediterráneo, nunca desatenta al ensimismamiento que le es propio. Esas ideas que el niño aprende -Justicia, Verdad, Bien, Belleza- traídas y llevadas desde las horas mágicas en que las sembró Platón tienden a espiritualizar a quien las medita, pero acaban por sepultarlo en su ensimismamiento si no aparecen en el otro polo de su abstracción las luces del Mediodía.

Goethe supo esto muy bien. De ahí que viajara por Italia con tanta parsimonia. La madre de von Hildebrand se beneficia del descubrimiento hecho por el prócer de Weimar y lo transmite a su hijo. Von Hildebrand le será absolutamente fiel a su vocación de alemán íntegro, pero empapado por la luz de la tarde romana, a la que sin esfuerzo ya sabemos que se añade la razón de Grecia y el Dios de Israel.

Pero hay muchas maneras de efectuar esta asimilación. Una muy serena y neoclásica, que llamaríamos apolínea; otra embriagadora y dionisiaca; y una tercera que es una especie de vía media entre ambas y que se puede calificar de intensa.

En el palacio vive otra mujer sirvienta del mismo, alegre, maternal, creyente, de las que encienden velas y rezan novenas. Con esta mujer se encuentra Dietrich. Es una personalidad impresionante. Lo que le transmite a Dietrich es la manera católica de asimilar el espíritu del Renacimiento. El niño se entera de que hubo un momento en la historia de Occidente en que la vida alcanzó una intensidad tremenda. Se comía, se bebía, se luchaba, se estudiaban los manuscritos, se realizaban los viajes, se trazaban los planos de las grandes creaciones arquitectónicas, como si toda iniciativa que se emprendiera fuese cuestión de vida o muerte. Von Hildebrand aprende su primera lección «clara y distinta»: que el gran enemigo del hombre es la indiferencia porque en la indiferencia todo se reduce; todo da lo mismo porque todo es lo mismo ya que en última instancia todo terminará con la muerte.


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