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Habla un exorcista

Gabriele Amorth

PRESENTACIÓN

  Me es muy grato formular aquí algunas observaciones para predisponer a la lectura del libro del padre Gabriele Amorth, desde hace varios años valioso ayudante mío en el ministerio de exorcista. Algunos episodios aquí reseñados los hemos vivido juntos y juntos hemos compartido las preocupaciones, las fatigas y las esperanzas en ayuda de tantas personas que sufren y que han recurrido a nosotros.

Me place en gran manera la publicación de estas páginas también porque, en estos últimos decenios, a pesar de que se ha escrito mucho en casi todos los campos de la teología y la moral católica, el tema de los exorcismos ha estado poco menos que olvidado. Quizá sea por esta escasez de estudios e intereses por lo que, todavía hoy, la única parte del Ritual que aún no ha sido actualizada según las disposiciones posconciliares esprecisamente la que concierne a los exorcismos.

Sin embargo, la importancia del ministerio de «expulsar a los demonios» es grande, como se desprende de los Evangelios, de los Hechos de los Apóstoles y de la historia de la Iglesia.

Cuando san Pedro fue conducido, por inspiración sobrenatural, a la casa del centurión Cornelio con el fin de anunciar la fe cristiana a aquel primer puñado de gentiles, él, para demostrar que Dios había estado verdaderamente con Jesús, subrayó de manera muy concreta la virtud que había manifestado al liberar a los poseídos por el demonio (cf. Ac. 10, 1-38). El Evangelio nos habla a menudo, con narraciones concretas, del poder extraordinario que Jesús demostró en este campo. Si al mandar a su Hijo Unigénito al mundo el Padre había tenido la intención de poner fin al reino tenebroso de Satanás sobre los hombres, ¿qué modo más elocuente habría podido emplear Nuestro Señor para demostrarlo?

Los libros santos nos garantizan que Satanás expresa su poder sobre el mundo también en forma de posesiones físicas. Entre las potestades propias que Jesús quiso transmitir a los apóstoles y a sus sucesores puso repetidas veces de relieve la de expulsar a los demonios (cf. Mt. 10, 8; Mc.3, 15; Lc. 9, 1).


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