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¿Padeció bajo Poncio Pilato?

Vittorio Messori

I. Razonando sobre los Evangelios

EN 1976 publiqué mi primer libro, bajo el título de Hipótesis sobre Jesús.

La respuesta del gran público —primero italiano y después internacional— sorprendió ante todo a los ambientes editoriales. Pero una difusión semejante, y que todavía continúa, sorprendió asimismo a los «expertos», los teólogos y biblistas de profesión, algunos de los cuales, en el momento de publicarse el libro, hicieron gestos negativos juzgando inaceptable —por no decir abiertamente perniciosa— una investigación que les recordaba la tan denostada «apologética». En resumen, como se trataba de miembros prestigiosos de la propia Iglesia, se diría que la fe ya nada tenía que ver con el intelecto y que los creyentes ya no deberían tomar en serio la Escritura, en la que, por boca de Pedro, se exhorta a estar «siempre dispuestos a responder a todo aquel que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15).

Tengo que reconocer sin embargo que estos «profesionales de la Biblia» —enfrentados a una aceptación por parte de los lectores que demostraba la existencia de una enorme «demanda» de información a la que no se había dado una «oferta» por parte de quienes debían y podían hacerlo— terminaron por aceptar aquellas «hipótesis» con interés, a menudo con simpatía, y en cualquier caso sin objeciones técnicas. Así pues, reconocieron que —aunque mi estilo era divulgativo y periodístico-los contenidos sin embargo estaban fuera de discusión, pues todos ellos procedían, en efecto, del estudio y comparación de sus trabajos de investigación, hacia los que expresaba mi reconocimiento desde las primeras páginas.

No me sorprende, por tanto, este trato indulgente de los «expertos», conscientes de que, durante muchos años, no escatimé ninguna clase de esfuerzos antes de arriesgarme a publicar aquellas trescientas páginas.

Y por otro lado, a diferencia de editores y especialistas, tampoco me sorprende demasiado la acogida por parte del público, una acogida constante y prácticamente similar en todos los países del mundo a cuyos idiomas se tradujo el libro. En realidad, yo no había previsto que pudiera ser así. Pero —sea cual fuere mi grado de eficacia para darles respuesta— sabía muy bien que eran muchos los que se planteaban las preguntas que me habían llevado a emprender aquella investigación. Yo la había iniciado y continuado para dar respuestas a interrogantes del siguiente género: «¿Qué relación hay entre lo que narran los evangelios y lo que sucedió realmente?»; «¿Puede encontrar todavía espacio el Nuevo Testamento en el apartado de la Historia o debemos incluirlo entre las obras de poesía, mitología o simbología?»; «¿Qué se puede pensar acerca de las hipótesis —presentadas frecuentemente como nuevos dogmas— que afirman que los textos fundamentales de la fe habrían sufrido tantas y tales manipulaciones que resultaría ingenuo buscar en ellos un testimonio histórico creíble?»

Al ser consciente de la necesidad de no quitarle a la fe su carácter misterioso de «gracia» procedente de Dios y de «acogida», de «apuesta» por parte del hombre, he procurado, en la medida de lo posible, razonar sobre esa intuición que, en un determinado momento de mi vida, me ha hecho «sentir» que en los evangelios se encuentra la respuesta concreta a las demandas de los hombres de todas las épocas y lugares.


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