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Memorias de un exorcista

Padre Amorth

Entrevistado por Marco Tosatti

Presentación de un hombre y un libro muy especiales

El gran conjunto arquitectónico situado en la calle Alessandro Severo es una auténtica ciudadela, presidida por una basílica de imponente cúpula, sede del cuartel general de la Sociedad San Pablo de Roma. En la sala de la planta baja hace frío. Una estufa eléctrica libra una desesperada batalla contra el aire que se cuela a través de la puerta. Entra un hombre anciano un poco encorvado, con una cartera en la mano, y se apresura a decir: «No me voy a quitar el abrigo».

Es un espacio sobrio. Los muebles principales son una mesa de madera más que sencilla en el centro, unas sillas años sesenta, una butaca marrón de esas que estaban de moda hace treinta años, con brazos de madera y el respaldo un poco inclinado, tapizada en un color tostado, que, inevitablemente, recuerda la decoración socialista de los países del Este. En una esquina, zumba un gigantesco y vetusto frigorífico. En esa butaca se sientan los extraños pacientes de don Gabriele. Extraños porque padecen dolencias que nadie sabe identificar, entender ni curar. Desde luego, no la ciencia médica, que se da por vencida; tampoco quienes ya deberían estar familiarizados con lo ultraterreno y sobrenatural, o, cuando menos, deberían ser capaces de dejar una puerta abierta a todo ello y no lo hacen. Pero aquí ya entraríamos en materia, y antes quisiera hablarles un poco más del padre Amorth y del espacio en el que pasa la mayor parte de su tiempo, en un cuerpo a cuerpo —no sólo metafórico— con un adversario inexpugnable.

Quisiera hablarles de este hombre de ochenta y cuatro años que hace veintitrés, en 1986, cambió radicalmente su vida e inició una aventura que hoy sigue apasionándole.

En las paredes hay pocas imágenes. Una gran fotografía del padre Giacomo Alberione, fundador de la Sociedad de San Pablo. Y otra foto, el retrato de un sacerdote de cabello claro, ojos tremendamente expresivos bajo la frente despejada y un corazón blanco bordado en la sotana negra, el uniforme de los religiosos pasionistas. Es el padre Candido Amantini, exorcista del santuario de la Escalera Santa de Roma durante cuarenta años y mentor de don Gabriele. Una escultura de la Virgen de Fátima, de más de un metro de altura, señorea desde la pared, al lado de una delicada imagen, probablemente barroca, del arcángel Miguel. Desde la butaca sonríe un rostro de Juan Bosco, junto a un padre Pío de mediana edad, dos santos que conocían muy bien a la presencia indeseada del despacho de Gabriele Amorth, es decir, al diablo. Digo ambos, aunque el demonio reservó a Pío de Pietrelcina atenciones muy especiales, que, técnicamente, se denominan vejaciones.


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