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María en nuestro tiempo

Hans Urs von Balthasar

La nueva encíclica del Papa sobre María es una obra maestra, porque en ella se pone a la Madre de Dios cerca de nosotros, en vez de elevarla a una altura inaccesible: María fue una creyente como nosotros durante toda su vida.

Creyó en la palabra de Dios comunicada por el ángel, aunque ciertamente el anuncio de éste parecía inverosímil. Creyó, aun sin comprenderlas, las palabras que su Hijo, con sólo doce años, le espetó en el templo de Jerusalén después de haberlo buscado con angustia. Creyó cuando, queriendo ver a Jesús, éste no la admitió a su presencia porque estaba fundando una nueva familia, la de la Iglesia de los creyentes. Creyó asimismo cuando el Crucificado, poco antes de morir, le confió otro hijo que la introducía en la Iglesia de los pecadores.

M/FE-DIFICIL:Vivir la fe parece hoy más difícil que antaño, cuando las personas se educaban en un contexto sociológicamente cristiano; pero para María creer fue tanto o más difícil que para nosotros. Por eso es, como explica el Papa, un modelo para la Iglesia de todos los tiempos: María vivió anticipadamente la dificultad de ser cristiano mejor que todos los que la han seguido. Por eso es siempre una ayuda: un ejemplo para la Iglesia entera y para todo cristiano. Y como la ayuda mutua representa una de las propiedades más naturales y a la vez más sublimes del género humano, María auxiliadora es el cumplimiento perfecto de esta virtud humana en beneficio de todos.

Indudablemente sólo ella generó físicamente al Salvador. ¿Pero no estamos todos nosotros llamados a dar vida a Cristo en este mundo descreído mediante nuestra fe, nuestro coraje, nuestro testimonio y nuestra fecundidad? Escritores santos y espirituales lo han repetido incesantemente. Si no se hubieran producido estos testimonios fecundos, hace ya mucho tiempo que el cristianismo habría desaparecido de la faz de la tierra. Si éste ha de seguir existiendo, es preciso que mujeres y hombres decididos se empeñen continuamente en la tarea de perpetuar la fe viva. En la experiencia cristiana nada viene por sí solo: hay que participar en el esfuerzo de la mujer (que grita por los dolores del parto en el capítulo 12 del Apocalipsis) para dar a luz al «niño» del cristianismo. En este esfuerzo toda la Iglesia, hombres y mujeres, es mariana. Pablo describe ampliamente (Ef 5) la imagen de la Iglesia universal como esposa de Cristo. Ella lo es como Madre de Cristo («el hombre nace mediante la mujer», 1 Cor 11, 12), pero también en cuanto esposa que debe amarlo con veneración.

Con esta afirmación nos situamos en el centro de las demandas más importantes de la cultura actual, en la que se lucha por equiparar la dignidad del hombre con la de la mujer, aunque, frecuentemente, de manera que la mujer, para defender su posición en una sociedad machista y técnica, tiende a realizar funciones específicas del varón. Pero éstas permanecerán superficiales e infructuosas, y a la larga se revelarán como francamente ruinosas, si el hombre no se concibe ya como fruto de la fecundidad materna y esponsal de la mujer, y no se reconoce deudor en su trato con ella. Ciertamente hay muchas cosas comprensibles en las reivindicaciones feministas, pero sería absurdo querer ocultar la diferencia de sexos en la búsqueda de una presunta neutralidad y asexualidad.


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