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Las muertes del padre Metri

Leonardo Castellani

Asesinato frustrado

COMO no llega todavía el momento de la acción, me limitaré a ligeras indicaciones. Aunque no sea usted el Coloso de Rodas, entre cuyas piernas pasaban los mares, tenga un pie en cada margen del río, eche una mirada a las colonias, reúna cerca de la costa las fuerzas que pueda economizar, y tenga siempre en vista que puede ser necesaria su presencia con fuerzas en Corrientes o Santa Fe. Su gloria estará en acudir rápidamente a uno u otro punto y salvar la situación.

«Es un dolor que nos hagan interrumpir nuestra bella obra de la frontera…; pero qué hacer contra los vicios de nuestra situación y de nuestra historia…».

Lo más difícil de este relato es comenzarlo; es decir, justificar cómo y por qué estaba fray Demetrio Constanzi, misionero, a la orilla del Alto Paraná en la histórica noche del 6 de octubre de 18… Supongamos que fue la Providencia, junto con su afición a la pesca grande y con una de esas inexplicables melancolías que de tanto en tanto le hacían buscar la soledad y hundirse en el tempestuoso mar de sus pensamientos. El caso es que ésta fue la noche en que el gobernador de Corrientes, Rosas Chico (don Pedro Lozas Rico), cruzó el Paraná a cola de caballo a la altura de Goya, llegó medio muerto a Reconquista, y con un piquete de línea y algunos voluntarios en dos balleneras alcanzó a los cabecillas Robertson y los derrotó y apresó en medio del Gran Río, regresando así como triunfador a la ciudad de donde huyera aquel día como prófugo. Pero todo esto pertenece a la historia. Lo que ésta no sabe es el crimen del padre Metri, a no ser por la leyenda.

Aquel hombre lo sabía contar con un temblor en las manos, diciendo que fue la noche más negra de su vida, a pesar de una clara luna; en que dos veces estuvo a punto de matar y tres veces de ser muerto, y cuatro veces fue auxiliado por el ángel de la guarda en forma de un caballo blanco. Este caballo apareció como un dragón marino o como un fantasma infernal en el medio del Río-Como-Mar, y fue el primer espanto de aquellas fiebrosas veinticuatro horas; y lo más enloquecedor fue que el padre Metri creyó que lo traía enganchado de su anzuelo, como si diabólicamente el seno fangoso del río estuviese recorrido por tropas de equinos de abracadabra, con montura y todo.

Era noche plenilunar, con nubarrones vagabundos que operaban una continua alternativa escenográfica, como a golpes de conmutador. El gran espejo alumínico del río se empañaba de golpe, y las limpias siluetas negras de los árboles se difuminaban en fantasmas difusos, para volver al rato a su ser primero. Noche oscura y plenilunio se alternaban brusca e imprevistamente, lo mismo que en la vida del fraile —pensaba él medio dormido—, formada de grandes ímpetus hazañosos cortados de atroces intervalos de confusión, abulia y melancolía.


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