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La Antropología de Joseph Ratzinger

Luis Fernando Fernández Ochoa

1.  Ratzinger. El hombre

Comencemos esta aproximación a la antropología de Joseph Ratzinger en clave personal. Miremos hacia su alma, no por hacer una mera semblanza introductoria, sino para seguir la vía de los Soliloquios agustinianos y hallar luces en su interior que nos ayuden a comprender mejor su visión del hombre. 

¿Cómo es Joseph Ratzinger, el hombre? El cardenal y jesuita francés Henri de Lubac (1896 – 1991), que, como bien se sabe, fue uno de los teólogos más influyentes del siglo XX, lo describió como un hombre sencillo, mesurado, respetuoso y siempre sonriente. Jesús Villagrasa, profesor en el Ateneo Regina Apostolorum de Roma, en un espléndido artículo titulado “La caridad intelectual de Joseph Ratzinger”, afirma que es un hombre cordial, bondadoso, acogedor, honesto, de corazón abierto y sincero; un buscador de Dios y del verdadero bien del hombre y de la sociedad; un estudioso que siempre ha querido ser “cooperador de la verdad”; un pastor que, humildemente, se sabe iumentum o animal de tiro, de ahí que en su escudo episcopal haya incluido el oso con la carga, que remite a la leyenda de san Corbiniano; una persona autocrítica que se pregunta si está actuando y expresándose bien, y que reconoce abiertamente sus propios límites y la competencia de los demás.

Ratzinger es una persona prudente, abnegada, modesta y tenaz; un intelectual alentado por la caridad y no por el mero academicismo; un creyente que sabe que la verdad cristiana ha de ser “hecha” en el amor; un profesor forjado en el serio y riguroso quehacer del pensar; un teólogo que ha servido gozosamente a la inteligencia de la fe en beneficio de toda la Iglesia; un hombre sensible que desde niño vibraba de emoción con la música de Mozart y que en medio de sus muchas ocupaciones siempre ha tenido tiempo para tocar el piano; un pastor inteligente cuya misión eclesial ha sido proponer la fe, clarificarla y defenderla; un escritor cuya palabra posee no solo la hondura de la ciencia teológica sino el vigor de su espiritualidad, y cuya elocuencia procede no de una vana retórica sino de la resonancia de la Palabra de Dios en el interior de su alma; un hombre de letras que ama los libros pero mucho más a las personas, porque sabe que al final de la vida lo único que queda son las personas y lo que se haya sembrado en ellas: «el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor»; un teólogo que “posee una inteligencia privilegiada, aguda y analítica, de hondura germana y claridad latina, abierta como pocas.”


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