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El Librero de Varsovia

Michael O’Brien

PRÓLOGO

NUEVA YORK, OCTUBRE DE 1963

La mujer gorda yacía en el suelo del vestidor, sudando y resoplando. La rodeaban cinco hombres: uno era el político israelí a quien había ido a buscar, los otros eran su secretario y tres guardaespaldas. Dos de ellos la tenían bien sujeta contra el suelo, mientras el tercero extraía con mucho cuidado la documentación del bolso.
–Ewa Poselski -anunció-. Miami, Florida.

–¿Algo más? – preguntó el político-. ¿A qué se dedica? ¿Política? ¿Religión?

–Carné de conducir…, tarjeta de acreditación de una empresa…; aquí dice que es cajera en un lugar llamado Funworld.

–Va desarmada, señor -dijo otro guardaespaldas-. No lleva explosivos ni agentes químicos.

Ayudaron a la mujer, ya mayor, a incorporarse. Sobre el vestido de color verde lima llevaba prendido un reluciente corazón de cristal, y toda ella olía demasiado a perfume dulzón.

–¿Cómo ha conseguido entrar? – le exigió Lev, el secretario, mientras le sacudía bruscamente del brazo.

–Entrando -contestó ella. Tenía un acento muy cerrado, europeo-. Nadie me lo ha impedido.

–¡Pero qué dice! ¡Cómo que nadie se lo ha impedido! ¡Pero si esto está lleno de guardias!

–El ángel me ha guiado.

–Ya, el ángel le ha guiado -dijo Lev, imitando el tono con irónico desprecio. La mujer asintió con la cabeza mirando al político.

–Después de la conferencia he subido al escenario por los escalones de atrás y luego he llegado hasta este camerino, sí.

-¿Poylish? – preguntó el político.

-Tak -dijo ella con una leve inclinación.

–¿Y por qué quiere verme?

–El ángel me ha pedido que le hable.

Lev y los tres guardaespaldas soltaron una carcajada. El político sonreía.

–Señor, ¿nos la llevamos de aquí?

–Sí, pero con suavidad. Que nadie le haga daño, y decidle al director del Coliseum que quiero tener unas palabras con él.

–Con ángel o sin ángel, habrá que echarle una buena bronca -dijo Lev-. Ella está chiflada pero, ¿y si algún enemigo de verdad ha podido entrar también?

El político dudó un momento, mirando fijamente a la mujer.

–¿Y qué es lo que ha venido a decirme?

–Sé quién es usted -contestó ella.

–Hay cinco mil personas ahí fuera esta noche que saben quién soy.

Lev le dirigió una sonrisa de lo más forzada.

–Señora, este hombre es una de las personas más importantes de Israel. Se llama…

–Sí, sí, ya conozco el nombre que aparece en las noticias de la televisión -contestó ella casi en voz baja y sin apartar los ojos del político; no había odio en su mirada, solo lágrimas-. Es usted el hombre que juzga para su Gobierno a los criminales de guerra.

La mujer empezó a decirle lo que todo el mundo ya sabía: su nombre oficial, su cargo en el ministerio y el hecho de que en cualquier momento podían ascenderle a viceprimer ministro.


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