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Beata Teresa de Calcuta

José Luis González-Balado

Santa –ya en vida– para todos

En la segunda mitad del siglo que acaba de quedar atrás, y convocado por un joven papa octogenario, hubo un Concilio ecuménico cuyo objetivo se condensaba en un neologismo de importación, aggiornamento, que significa –nadie, gracias a él, ya lo ignora– puesta al día.

Lo que Juan XXIII, más amante de la tradición –no del tradicionalismo– que nadie, quería poner al día, no era la sustancia del mensaje cristiano, sino el lenguaje con que se venía expresando. Ni él ni nadie con buen sentido hubieran pretendido que el Evangelio –las Bienaventuranzas, por ejemplo; el Sermón de la Montaña…– cambiasen. Sólo deseaba que lo puramente instrumental no se trocase en dogma, con menoscabo de una adecuada catequesis.

Una vez inaugurado el Concilio, en ningún momento pretendió Juan XXIII, respetuoso como nadie de competencias ajenas, dar lecciones de obligado cumplimiento. Pero tampoco se privó de realizar gestos que, sin arrumbar con nada, fueron parábolas de la puesta al día que él anhelaba.

Interpretando la voluntad de Juan XXIII, el entonces arzobispo de Bruselas, cardenal Suenens, criticó, en una histórica intervención en el aula conciliar, algunas de las cosas a su entender necesitadas de aggiornamento. Verbigracia: en el terreno de los procesos de beatificación de venerables y de canonización de beatos. Encontraba Suenens qué decir –o, más bien, criticar– en que, en el listado de los santos, existiera una inflación de eclesiásticos –papas, obispos, fundadores de órdenes y congregaciones religiosas, frailes, monjas…–, mientras, un suponer, había auténtica penuria de padres y madres de familia. Criticó también Suenens alguna cosa más. Por ejemplo, la complejidad de los procesos, que determinaba –en gran parte, sigue determinando– que, para cuando llegaban –los que… llegaban– al «honor de los altares» ya habían caído en el olvido, y dejado la escena del mundo las personas más susceptibles de, y hasta mejor dispuestas a, beneficiarse de sus ejemplos. Aún dejó caer una impresión más el cardenal-arzobispo de Malinas-Bruselas: que, a juzgar por las listas hagiográficas, la santidad parecía poco menos que una especie de exclusiva ibero-franco-italiana (o ítalo-franco-ibérica).

Cuando el Concilio acababa de cruzar el ecuador, hubo una ocasión de oro para escenificar, en el tema del reconocimiento de la santidad, el aggiornamento auspiciado por su convocante. Más aún: pudo hacerse justamente con… Angelo Roncalli, nombre de pila del pontífice justa y an-to-no-más-ti-ca-men-te conocido como El Papa Bueno. Fallecido Juan XXIII en universal olor de santidad, Suenens y otros protagonistas emergentes del Concilio presentaron una moción muy respaldada para que el Concilio avalase la unánime vox populi que reconocía como santo al Papa Bueno. Lo que el arzobispo de Bruselas y otros proponían era lo que, en riguroso argot teológico, se denomina canonización por aclamación.


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