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Anclas Sobre el Abismo

Monseñor Fulton Sheen

INTRODUCCIÓN

En los Estados Unidos lo conocen todos. Es un sacerdote que recibe hasta 100,000 cartas al mes; tiene para resolver cincuenta casos matrimoniales diarios por término medio; lleva escritos unos treinta libros; posee cuatro títulos académicos, ha sido rector de la Universidad Católica de Washington; predica en las catedrales de Londres y Nueva York desde el año 1925, y, de vez en cuando, asombra al mundo con los compactos grupos de convertidos que bautiza en San Patricio, en el corazón de la mayor ciudad de la Tierra.

En el año 1947, en un solo día recibió en la Iglesia 43 conversos y entre ellos había un ministro Bautista, algunos ateos y una manicura israelita.

Actualmente, Monseñor Fulton es Obispo auxiliar de Nueva York.

Lo conocí una tarde destemplada y fría de febrero de 1950, en el locutorio de la Compañía Radiofónica Nacional de Nueva York, durante una transmisión dirigida a Rusia.

Fuimos hasta allí con el Director de las Brigadas Juveniles Católicas de Estados Unidos,, Padre Cavanaugh Donnely, un antiguo artista de Hollywood ordenado más tarde sacerdote.

Monseñor Fulton se hallaba en la cabina de control y su voz, en aquel silencio algodonado, tenía dejos suaves, aterciopelados. Su hablar era dulce, recogido; la capa escarlata episcopal le comunicaba prestancia y el solideo moderaba el gris acentuado de sus cabellos.

“Oh amado pueblo ruso, re queremos; rezamos por ti, para que tu suelo vuelva a llevar el nombre de Santa Rusia.

“Tus comunistas tienen una quinta columna entre nosotros; pero es mucho mayor la que hoy se oculta en tus ciudades, en las estepas, constituida por los enamorados de Cristo, de Bogoiskatgelos: los buscadores de Dios. ¡Ánimo! Todas las mañanas rezan por ti, amado pueblo, nueve oraciones todos los sacerdotes católicos después de la Misa; te hemos hecho mal con nuestra apática indiferencia; debemos desembarazarnos de la falsa tolerancia que ha contribuido a remachar tus cadenas ”.

Sus ojos tenían vivas transparencias, su palabra se hacía ligera como el soplo cuando, inclinado sobre el micrófono, como si entre sus manos hubiese tenido un corazón de carne, pronunciaba el término ruso: duscia: alma.


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