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Amar a la Iglesia

ICAR

LEALTAD A LA IGLESIA

(4-VI-1972)

(HOMILÍA pronunciada el 4-VI-72, Domingo segundo después de Pentecostés).

Los textos de la liturgia de este domingo forman una cadena de invocaciones al Señor. Le decimos que es nuestro apoyo, nuestra roca, nuestra defensa. La oración recoge también ese motivo del introito: Tú no privas nunca de tu luz a aquellos que se establecen en la solidez de tu amor.

En el gradual, seguimos recurriendo a El: en los momentos de angustia he invocado al Señor… Libra, oh Señor, mi alma de los labios mentirosos, de las lenguas que engañan. ¡Señor!, me refugio en ti. Conmueve esta insistencia de Dios, nuestro Padre, empeñado en recordarnos que debemos acudir a su misericordia pase lo que pase, siempre. También ahora: en estos momentos, en los que voces confusas surcan la Iglesia; son tiempos de extravío, porque tantas almas no dan con buenos pastores, otros Cristos, que los guíen al Amor del Señor; y encuentran en cambio ladrones y salteadores, que vienen para robar, matar y destruir.

No temamos. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, habrá de ser indefectiblemente el camino y el ovil del Buen Pastor, el fundamento robusto y la vía abierta a todos los hombres. Lo acabamos de leer en el Santo Evangelio: sal a los caminos y cercados e impele a los que halles a que vengan, para que se llene mi casa.

Pero, ¿qué es la Iglesia? ¿dónde está la Iglesia? Muchos cristianos, aturdidos y desorientados, no reciben respuesta segura a estas preguntas, y llegan quizá a pensar que aquellas que el Magisterio ha formulado por siglos -y que los buenos Catecismos proponían con esencial precisión y sencillez- han quedado superadas y han de ser substituidas por otras nuevas. Una serie de hechos y de dificultades parecen haberse dado cita, para ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia. Unos sostienen: la Iglesia está aquí, en el afán por acomodarse a lo que llaman tiempos modernos. Otros gritan: la Iglesia no es más que el ansia de solidaridad de los hombres; debemos cambiarla de acuerdo con las circunstancias actuales.

Se equivocan. La Iglesia, hoy, es la misma que fundó Cristo, y no puede ser otra. Los Apóstoles y sus sucesores son vicarios de Dios para el régimen de la Iglesia, fundamentada en la fe y en los Sacramentos de la fe. Y así como no les es lícito establecer otra Iglesia, tampoco pueden transmitir otra Fe ni instituir otros Sacramentos; sino que, por los Sacramentos que brotaron del costado de Cristo pendiente en la Cruz, ha sido construida la Iglesia. La Iglesia ha de ser reconocida por aquellas cuatro notas, que se expresan en la confesión de fe de uno de los primeros Concilios, como las rezamos en el Credo de la Misa: Una sola Iglesia, Santa, Católica y Apostólica. Esas son las propiedades esenciales de la Iglesia, que derivan de su naturaleza, tal como la quiso Cristo. Y, al ser esenciales, son también notas, signos que la distinguen de cualquier otro tipo de reunión humana, aunque en estas otras se oiga pronunciar también el nombre de Cristo.


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