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365 días con Juan Pablo II

Aldino Cazzago

Prólogo

La vida

Karol Wojtyla nace en Wadowice, a 50 kilómetros de Cracovia, el 18 de mayo de 1920. Tras el bachillerato, huérfano de madre, se muda con su padre a Cracovia para frecuentar la Facultad de Filología. En plena ocupación alemana, tras haber trabajado en una cantera de piedra y en la fábrica Solvay, deja la universidad y, en 1942, ingresa en el seminario de Cracovia. Ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946, termina su formación teológica en Roma con la licenciatura en Teología. En el verano de 1948 regresa a Polonia e inicia su ministerio sacerdotal. En 1958, después de algunos años como profesor en el Seminario Mayor de Cracovia y en la Facultad de Teología de Lublin, es nombrado obispo auxiliar de su ciudad. Participa activamente en la obra del concilio Vaticano II y, en enero de 1964, con tan sólo 44 años, Pablo VI lo nombra arzobispo. En 1967 llegará el sucesivo nombramiento como cardenal.

Tras el brevísimo pontificado de Juan Pablo I, el 16 de octubre de 1978 es elegido pontífice. Una preocupación constante a lo largo de todo su ministerio apostólico es, ciertamente, la de llevar a cabo en todos los aspectos –doctrinal, moral, misionero, pastoral, litúrgico, catequístico y artístico– la renovación conciliar. En la encíclica Redemptor hominis de 1979, la primera de su pontificado, definió, efectivamente, el Concilio como una «nueva “ola” de la vida de la Iglesia, movimiento mucho más potente que los síntomas de duda, de derrumbamiento y de crisis».

Su pontificado viene marcado por algunos gestos muy simbólicos, como la visita a la Iglesia luterana de Roma (11 de diciembre de 1983) y a la sinagoga de Roma (13 de abril de 1986), la Jornada de Oración por la Paz con los dirigentes de todas las religiones en Asís (27 de octubre de 1986) y la petición de perdón por parte de la Iglesia católica por las faltas cometidas por los católicos a lo largo de la historia (12 de marzo de 2000).

La preocupación ecuménica, misionaria y evangelizadora ha marcado profundamente su ministerio petrino. La Iglesia multiconfesional ha encontrado en él a un apasionado constructor de unidad. Los numerosos viajes a países en los que los católicos son una minoría absoluta son prueba de ello. El papa eslavo no pudo dejar de prestar atención a la Iglesia ortodoxa, que tenía sus propias raíces en la tradición bizantina eslava. La Iglesia católica oriental ha sacado savia y fuerza de estas mismas raíces a lo largo de los siglos. Juan Pablo II fue un atento protector y custodio de esta Europa del Este en particular, antes y después de la caída del comunismo.

El deseo de anunciar el Evangelio lo llevó a realizar numerosísimos viajes: 104 fuera de Italia y 146 a las diversas ciudades italianas, algunas de las cuales visitaría varias veces. Fue un apasionado constructor de paz, siguiendo la estela de Pablo VI: bien con algunos viajes especialmente comprometedores, como el viaje a Argentina y a Gran Bretaña en 1982, y a Sarajevo y Líbano en 1987; bien con dos importantísimas intervenciones ante la Organización de las Naciones Unidas en Nueva York en 1979 y en 1995, y con la afligida apelación a George Bush y a Saddam Hussein para que evitasen la guerra en enero de 1991.

Su extraordinaria relación con los jóvenes se resume en las Jornadas mundiales de la Juventud, un acontecimiento que, desde el año 1985, contó con su presencia en años alternos.

La santidad, es decir, el «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria» (Novo millennio ineunte, n. 31), es uno de los temas que más espacio ha ocupado durante su pontificado. El número de beatos, 1.138, y de santos, 482, que proclamó muestran eficazmente el cuidado que puso en llamar la atención del pueblo de Dios y de la vida eclesial sobre este aspecto particular de la vida cristiana.


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