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¿Quién es cristiano?

Hans Urs von Balthasar

Pequeñas escaramuzas

Una pregunta sutil

¿Quién es capaz de responder a todos esos jóvenes que a menudo hoy se siguen haciendo preguntas? Ellos miran la realidad que les envuelve y no pueden por menos de preguntar con su característica desconfianza sistemática. Y, en algunas cosas, tal vez no les falte razón. Pues, por ejemplo, los que se denominan cristianos, ¿en qué se basan para autocalificarse así? ¿Tal vez en la costumbre, en la tradición, en lo que aprendieron de memoria durante los años de instrucción religiosa? Pero ¿cuál es el fundamento de todo esto? ¿Qué criterio justifica la tradición, el catecismo, la práctica sacramental? ¿El evangelio? Sin embargo, el evangelio ve las cosas de una forma bien distinta.

Por otro lado, hay que buscar la mediación del magisterio de la Iglesia. Pero con frecuencia resulta difícil, pues nos enfrenta directamente con los orígenes. En ese momento es cuando comenzamos a mirarnos unos a otros con desconfianza y empiezan entre nosotros las inevitables disputas sobre la pretensión del clero de conocer perfectamente la intención del Fundador, de interpretarla de forma ortodoxa y de imponérsela a las conciencias.

Pero, como toda interpretación lleva la impronta de la época a la que se dirige -¿y quién puede reprochárselo?-, es inevitable que, al cambiar el espíritu de la época, cada una de las interpretaciones defendidas con tanto énfasis pierdan actualidad y parezcan irrelevantes, esquemáticas o incluso molestas. Es entonces inevitable el que muchas doctrinas se vean como mera «ideología» de un tiempo y que sea imprescindible un nuevo aggiornamento.

Hay quienes admiran honestamente la perenne «capacidad de rejuvenecimiento» de la Iglesia; otros lamentan en privado que unas doctrinas defendidas tenazmente durante tanto tiempo sean abandonadas, arrumbadas, desmanteladas como elementos superfinos o bastiones anticuados. Justo entonces aflora con más sutileza, si cabe, la pregunta:” ¿Dónde está en definitiva el criterio? Como lo histórico es tan movedizo, la mirada retrocede, más inquisitiva, a los orígenes: ¿Dónde se encuentra el fundamento roqueño que permita contestar de modo inequívoco la pregunta «quién es cristiano»?

Y si la pregunta no me urge personalmente, me apremia al menos el entorno. Si soy padre, mi hijo quiere saber, y no puedo fingir que estoy enterado y engañar su conciencia. Si soy profesor, abuso de mi autoridad vendiendo a los alumnos cosas por las que no puedo poner la mano en el fuego. Si soy compañero o colega, el amigo o enemigo que está junto a mí exige una información mayor aún que el discípulo al profesor. Y no es tan fácil engañarle. Si no me interrogo yo mismo, queda claro que los demás me obligan a hacerlo.


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