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La Vida en Cristo

Raniero Cantalamessa

Introducción

Estas páginas presentan el itinerario de una nueva evangelizaron y renovación espiritual basado en la carta de san Pablo a los Romanos. Por tanto, no se trata ni de un comentario exegético, ni de un tratado teológico (que se dan por supuestos), sino de un intento por comprender la intención que animaba al apóstol en el momento de escribir su carta. Ciertamente, san Pablo no pretendía proporcionar a los cristianos de Roma —ni a todos los cristianos que iban a venir después— un texto difícil con el que poder lucir su agudeza crítica, sino más bien, como afirma él mismo, comunicarles algún don espiritual para que salieran fortalecidos y confortados en la fe común (cf. Rm 1,11ss). A lo largo de los siglos, la carta a los Romanos se ha convertido en el campo privilegiado de discusiones y batallas teológicas; sin embargo, no fue escrita para un restringido círculo de eruditos, sino para todo el pueblo de los «amados de Dios» que estaba en Roma, constituido en su gran parte por personas sencillas e iletradas. Su meta era la edificación de la fe.

Por eso la carta a los Romanos es el instrumento ideal con vistas a una nueva evangelización. Es el mejor trazado para misiones dirigidas al pueblo, retiros y ejercicios espirituales. No se limita a proponer, una tras otra, de manera estática, unas verdades reveladas, por muy importantes que sean, sino que traza un camino: de la antigua vida de pecado y muerte a la vida nueva en Cristo; de vivir «para uno mismo» a vivir «para el Señor» (cf. Rm 14,7s). Ofrece la andadura y el dinamismo de un éxodo pascual.

Del texto paulino se extrae el esquema general del camino y las distintas etapas que lo marcan, con su orden y su progresión, y finalmente —lo más importante de todo— las palabras con las que dichas etapas se expresan, que son palabras de Dios y, como tales, «vivas y eternas», eficaces por sí mismas, independientemente de todo esquema o utilización particular.

Este camino se articula en dos partes o momentos fundamentales: en la primera, kerigmática, se presenta la obra realizada por Dios para nosotros en la historia, mientras que en la segunda, parenética (que comienza con el capítulo 12 de la carta y que en este libro coincide con el capítulo sobre la caridad), nos propone la obra que tiene que llevar a cabo el hombre. La primera presenta a Jesucristo como don que hay que acoger mediante la fe; la segunda lo presenta como modelo que hay que imitar mediante la adquisición de las virtudes y la renovación de la vida. De este modo, se nos ayuda a restablecer una de las síntesis y uno de los equilibrios más vitales y difíciles de mantener en la vida espiritual: el equilibrio entre gracia y libertad, entre la fe y las «obras».

La enseñanza más importante de la carta a los Romanos no está tanto en las cosas que en ella se dicen, como en el orden con que se dicen. El apóstol no habla primero de las obligaciones del cristiano (caridad, humildad, obediencia, servicio, etc.) y después de la gracia, como si ésta fuera una consecuencia de aquéllas, sino, por el contrario, primero habla de la gracia (la justificación mediante la fe) y después de las obligaciones que de ella se derivan y que sólo con ella estamos en condiciones de cumplir.

El medio o el instrumento con el que san Pablo realiza todo lo que acabamos de decir es el evangelio: «Pues no me avergüenzo del evangelio, que es fuerza de Dios para que se salve todo el que cree» (Rm 1,16). Por «evangelio» se entiende el contenido del mismo, lo que en él se proclama y, en particular, la muerte redentora de Cristo y su resurrección. Por tanto, el recurso con el que nos enseña a contar no es una demostración racional o una eficaz oratoria, sino la desnuda proclamación de los hechos divinos, en la que el creyente experimenta el poder de Dios que lo salva, sin que él pueda o sienta la necesidad de explicarse el cómo o el porqué. El recurso frecuente a las grandes voces de la cultura antigua y moderna, junto a las de la tradición de la Iglesia, no tiene por tanto la finalidad de comprobar la palabra de Dios o embellecerla, sino más bien la de servir a la palabra. La razón principal por la que cualquier época está en condiciones de interpelar la Escritura, buscando en ella unos sentidos cada vez más profundos, es que cada época la interpela con una conciencia y una experiencia de la vida distintas y cada vez más ricas, respecto a las épocas anteriores. Mientras tanto, de hecho, la Iglesia ha producido otros santos y la humanidad, otros genios. Los genios seculares, sobre todo si son también grandes creyentes, rinden este inestimable servicio a la palabra de Dios: elevan el nivel de conciencia de la humanidad y de ese modo nos ayudan a interpelar la palabra de Dios de una manera cada vez más rica y profunda.

Nosotros podemos entender, de la carta a los Romanos y de la Escritura en general, algo más que san Agustín, Tomás de Aquino y Lutero, aunque seamos mucho más pequeños que ellos, no solamente por los avances de la exégesis bíblica —que, desde luego, han sido muy grandes—, sino también porque hemos conocido nuevos sufrimientos y hemos tenido otros maestros de humanidad, respecto a los que ellos tuvieron.


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