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La verdad de la vida

Amadeo Cencini

Introducción

Este es el tercer libro de la serie sobre la formación permanente, iniciada con La formación permanente, y continuada con El árbol de la vida. Hacia un modelo de formación inicial y permanente. Si con el primer libro hemos asentado las bases para expresar correctamente los conceptos correspondientes al tema, frente a concepciones reductoras que persisten incluso hasta el día de hoy, en el segundo libro hemos tratado de ilustrar un transcurso pedagógico, desde el punto de vista psicológico y también espiritual, que permita seguir formándose continuamente, durante todos los días de la vida, hasta el día de la muerte, o dejarse transformar por la vida y por la muerte. A este transcurso le dimos un nombre que indicaba un modelo: el modelo de la integración, ilustrando su sentido y describiendo sus etapas intermedias y su objetivo final.

En este tercer libro queremos proseguir las reflexiones, precisar más todavía semejante modelo y deducir algunas aplicaciones del mismo para la vida y para el camino de formación del creyente en la Pascua del Señor. En efecto, el punto central de tal modelo es la cruz de Jesús, piedra angular desechada por los constructores, y situada por el Padre en el centro de la totalidad del cosmos, y que es el «corazón del mundo». Si se nos permite la imagen, queremos captar los latidos de ese corazón en las vicisitudes existenciales humanas, o, mejor todavía, queremos ver cómo tales latidos, que son la señal de la vida, dan un ritmo concreto a la vida de quien ha puesto en el centro del propio ser el símbolo de la cruz. Un ritmo, es decir, un modo de obrar, de vivir la relación, de pensar, de trabajar, de dar sentido a los acontecimientos, de amar… ¿Acaso no es Cristo Aquel en quien se recapitulan todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, o donde esas cosas encuentran su puesto, es decir, donde Él les da su sentido? La formación permanente significa este proceso interminable (permanente) de recapitulación de la vida entera y de cualquier aspecto de la misma en torno al misterio pascual: un proceso que por su naturaleza no tiene fin, que durará inevitablemente a lo largo de toda la existencia, que deberá ser realizado por la persona inteligente, amante y de voluntad, y que debería articularse exactamente en torno a las tres áreas más calificadoras de la existencia humana, desde el punto de vista de los recursos y de los retos: el pensar, el decidir y el amar (respectivamente el logos, el pathos y el eros), en respuesta a la necesidad de sentido y de verdad (logos), de capacidad de elección y de un criterio para las decisiones (pathos), de cualquier cosa y de cualquier persona a la que haya que amar apasionadamente (eros).

La integración está consumada y bien lograda, cuando se realiza coherentemente en virtud de un elemento central, y gracias a su capacidad de «atraer» progresivamente hacia sí toda la vida, en todas sus dimensiones y componentes, en todo acontecimiento pasado y presente. Más concretamente, cuando lo que da sentido veraz y también el criterio para las decisiones es, a la vez, el objeto de un amor grande que llena la vida, y este objeto es precisamente Dios, aquel Dios que para el cristiano tiene un rostro y un nombre preciso: el Cristo que da su vida por la humanidad entera, por los buenos y por los perversos, integrando en su sangre los opuestos, haciendo de los dos polos un solo polo.


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