Isaías 40-55. El desierto florecerá

Julio Alonso Ampuero

Introducción

Hace algún tiempo se me ocurrió que los capítulos 40-55 del libro del profeta Isaías -que se suele conocer como Deuteroisaías o Segundo Isaías- podían ser particularmente iluminadores para nuestros días. Aunque median muchos siglos entre él y nosotros, hay una situación bastante común: A él le tocó predicar en tiempo del exilio, en medio del decaimiento general y la desesperanza más absoluta, anunciando al pueblo elegido la liberación del destierro y su renovación como pueblo de la alianza; a nosotros nos toca vivir en una época difícil, de «exilio espiritual» -en medio de un paganismo cada vez más avasallador-, en que somos llamados a una nueva evangelización que tropieza sobre todo con el escollo del desencanto y la desesperanza de los propios creyentes. En este sentido, el Segundo Isaías puede ofrecernos las claves más profundas para una renovación personal y comunitaria con vistas a poder cumplir la difícil misión que tenemos encomendada en este final del segundo milenio y comienzo del tercero.

El «Deuteroisaías»

Los exegetas dan por hecho con bastante unanimidad que los capítulos 40-55 del actual libro de Isaías, no pertenecen al profeta que lleva ese nombre y que predicó en Judá en la segunda mitad del siglo VIII a. C. El trasfondo histórico ya no es la época en que Asiria era la potencia dominante, sino la época del destierro de Babilonia, es decir siglo y medio después de la muerte de Isaías. Y algo parecido hay que decir de las diferencias de estilo y del mensaje religioso que uno y otro pretenden transmitir.

Nada sabemos en concreto de este nuevo profeta, a quien los estudiosos han dado el nombre de «Deuteroisaías» o Segundo Isaías. Pero sí conocemos las circunstancias históricas en que predicó, y estas circunstancias nos ayudan a entender mejor su mensaje.

Parece cierto que ejerció su misión entre los israelitas desterrados en Babilonia hacia el final del exilio -entre los años 553 y 539 a. C. aproximadamente-. Estos años se caracterizan por la rápida decadencia del imperio neobabilónico y el surgimiento fulgurante de una nueva potencia: el imperio persa, de la mano de Ciro.

Los exiliados anhelan, por una parte, la liberación y el retorno a su patria. En este sentido, el profeta asegura la pronta repatriación, que explica como una intervención de Yahveh que se sirve de Ciro como instrumento (45,1-7; cfr. 41,1-5; 48, 12-15). Por otra parte, ha cundido entre ellos el desaliento y el desencanto y hasta se ha instalado en ellos una profunda crisis de fe y de esperanza (40, 27; 49,14). Al profeta tocará despertar esta fe y reavivar la esperanza de su pueblo.


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