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Ignacio de Loyola y las mujeres

Antonio Gil Ambrona

INTRODUCCIÓN

En la trayectoria vital de Ignacio de Loyola (h. 1491-1556) numerosas mujeres desempeñaron un papel fundamental a través de su constante e incansable apoyo anímico y económico en los momentos verdaderamente difíciles por los que atravesó. A esto se añadiría posteriormente el firme compromiso de algunas de esas mujeres, y de otras muchas atraídas por las propuestas novedosas de los jesuitas, por contribuir a la consolidación y expansión de la recién creada Compañía de Jesús, hasta tal punto que nunca una Orden religiosa masculina había recibido un empuje tan decisivo por parte de un grupo tan importante de mujeres.

Sin embargo, ni los primeros hagiógrafos del santo, la mayoría compañeros suyos, ni sucesivas generaciones de historiadores jesuitas, que dedicaron páginas y páginas a glosar la vida del fundador de la Orden, abordaron en profundidad la contribución de aquellas mujeres al éxito de la congregación. Como, en general, tampoco se han interesado por lo que significó para muchas de ellas la joven Compañía de Jesús en el ámbito de la regeneración religiosa de su tiempo y en el de la puesta en marcha de un proyecto asistencial y educativo femenino dotado de cierta autonomía.

Solo el historiador jesuita Hugo Rahner realizó un gran esfuerzo en su ensayo, nunca traducido al castellano, Ignatius von Loyola: Briefwechsel mit Frauen [«Ignacio de Loyola y las mujeres de su tiempo»], por recoger y analizar la correspondencia conocida que intercambiaron mujeres de variada condición con el futuro santo. Aun así, el autor no superó lo que podríamos llamar el «síndrome del fundador» a la hora de valorar la contribución de las mujeres al nacimiento y consolidación de la Compañía de Jesús, sino más bien al contrario; como tampoco se alejó de la línea hagiográfica ni de los tintes misóginos marcados por sus predecesores. Por ejemplo, el comentario que hace Rahner cuando habla de María Frassoni, fundadora del colegio jesuita de Ferrara, habiendo entregado para ello 70 000 escudos, es solo una muestra de su ferviente defensa de Ignacio ante cualquier disensión de este con sus benefactoras: «Pero a medida que [María Frassoni] avanzaba en edad, ella no era fácil de soportar y se vio sometida a una enfermedad con la cual el paciente Ignacio tuvo que luchar también en otros casos: el humor cambiante de las fundadoras». Es evidente que sin las donaciones periódicas y altruistas de personas ajenas a la Compañía a partir de 1540, los colegios jesuíticos nunca hubieran visto la luz, debido a los votos de pobreza hechos por los miembros de la congregación. Sin embargo, según Rahner, pesaban más las «molestias» ocasionadas a Ignacio por las numerosas mujeres mecenas y fundadoras de colegios de la Compañía de Jesús en diferentes ciudades, que la contribución de estas a la consolidación y expansión de la congregación, y eso sin tener en cuenta que, en el caso de María Frassoni, esta había sido despojada por el propio Ignacio del mérito de fundadora para otorgárselo a su marido el duque Hércules II de Este, que, si del dinero aportado se tratara, había donado tan solo 1000 escudos.


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