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El sacrificio de la Nueva Alianza

José María Iraburu

Cuántos cristianos participan en la Misa, quizá diariamente, sin entender apenas nada de lo que se va desarrollando en la liturgia. Conocen lo fundamental: que ahí está Cristo, que se nos entrega y nos santifica, etc. Y esto les basta sin duda para perseverar en su asistencia. Que Dios los bendiga. Pero se eximen de estudiar a la luz de la fe el Mysterium fidei. Después de todo, los misterios… son misteriosos por naturaleza, y no es cosa de estudiarlos, sino de creerlos. Estos cristianos han dedicado más tiempo (e interés) a conocer bien, por ejemplo, los recursos de su ordenador portátil o de un programa informático, que en conocer bien que es la Misa a la luz de la fe. Una pregunta que les hiciera uno de sus hijos: «papá, ¿qué es la Misa?», pondría de manifiesto su casi total ignorancia.

En la plenitud de los tiempos, después de treinta años de vida oculta, nuestro Señor Jesucristo -el Mesías de Dios (Lc 9,20), el Hijo del Altísimo, el Santo (Lc 1, 31-35), nacido de mujer (Gál 4,4), nacido de una virgen (Is 7,14; Lc 1,34), enviado de Dios (Jn 3,17), esplendor de la gloria del Padre (Heb 1,3), anterior a Abraham (Jn 8,58), Primogénito de toda criatura (Col 1,15), Principio y fin de todo (Ap 22,13), santo Siervo de Dios (Hch 4,30), Consolador de Israel (Lc 2,25), Príncipe y Salvador (Hch 5,31), Cristo, Dios bendito por los siglos (Rm 9,5)-, predicó el Evangelio a los hombres durante tres años como Profeta de Dios (Lc 7,16), mostrándose entre ellos poderoso en obras y palabras (24,19). Y una vez proclamada la Palabra divina, consumó su obra salvadora con el sacrificio de su vida. Primero la Palabra, después el Sacrificio.

Jesús es «el Cordero de Dios», y lo sabe perfectamente. En cuanto inicia su misión pública entre los hombres, Juan el Bautista, su precursor, lo señala con su mano y lo confiesa repetidas veces con su boca: «ése es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). Él es el que tiene poder para vencer el pecado de los hombres al precio de su sangre. Él va a ser nuestro verdadero y único Salvador.

Si Juan desde el principio reconocía en Jesús el nuevo Cordero pascual definitivo ¿ignoraría Cristo que lo era? ¿Desconocería el Verbo encarnado su propia identidad y misión?. Él reafirma siempre su misión redentora, sabiendo que le es propia, consciente de que ha de consumarse en el sacrificio de su vida. Y por eso rechaza con fuerza toda tentación de un mesianismo triunfalista, como en las tentaciones diabólicas del desierto o cuando Simón Pedro se escandaliza al oirle anunciar su muerte: «apártate de mí, Satanás».

Jesús predice su Pasión a los discípulos, y lo hace en varias ocasiones, avanzando serenamente hacia la cruz, la meta de su vida temporal. «Entonces comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser entregado a la muerte, y resucitar al tercer día» (Mt 16,21; cf. 17,22-23; 20,17-19). «Ellos no entendieron nada de esto, y estas palabras quedaron veladas. No entendieron lo que había dicho» (Lc 18,34). Era para ellos inconcebible que su Maestro, capaz de resucitar muertos, pudiera ser maltratado y llevado violentamente a la muerte. En estas ocasiones, y en muchas otras, el Señor se muestra siempre consciente de que va acercándose hacia una muerte sacrificial y redentora. Él es el Pastor bueno, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Él es «el grano de trigo que cae en tierra, muere, y consigue mucho fruto» (12,24). Y por eso asegura: «levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (12,32; cf. 8,28).


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