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El Jesuita

Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti

PRÓLOGO 

Hasta donde mis conocimientos llegan al respecto, esta debe ser la primera vez que un rabino prologa un texto que compila los pensamientos de un sacerdote católico, en dos mil años de historia. Hecho que adquiere más relevancia aún cuando dicho sacerdote es el arzobispo de Buenos Aires, primado de la Argentina y cardenal consagrado por Juan Pablo II.

La misma frase con que se inician estas reflexiones, pero intercambiando el orden de los nombres y sus respectivos títulos, la he manifestado en ocasión de la presentación de un libro de mi autoría, en el 2006, prologado por el cardenal Bergoglio.

No se trata de una devolución de gentilezas, sino de un sincero y exacto testimonio de un profundo diálogo entre dos amigos para quienes la búsqueda de Dios y de la dimensión de espiritualidad que sabe yacer en todo humano, fue y es una preocupación constante en sus vidas.

El diálogo interreligioso, materia que adquirió especial relevancia a partir del Concilio Vaticano II, suele comenzar con una etapa de ‘té y simpatía’, para pasar luego a la del diálogo que sabe acercar a ‘los temas ríspidos’. Con Bergoglio no hubo etapas. El acercamiento comenzó con un intercambio de ácidas chanzas acerca de los equipos de fútbol con los que simpatizamos, para pasar inmediatamente a la franqueza del diálogo que sabe de la sinceridad y el respeto. Cada uno le expresaba al otro su visión particular acerca de los múltiples temas que conforman la existencia. No hubo cálculos ni eufemismos, sino conceptos claros, directos. El uno abrió su corazón al otro, tal como define el Midrash a la verdadera amistad (Sifrei Devarim, Piska 305). Podemos disentir, pero siempre el uno se esfuerza por comprender el profundo sentir y pensar del otro. Y con todo aquello que emerge de nuestros valores comunes, los que surgen de los textos proféticos, hay un compromiso que supo plasmarse en múltiples acciones. Más allá de las interpretaciones y críticas que otros pudiesen hacer, caminamos juntos con nuestra verdad, con la compartida convicción que los círculos viciosos que degradan la condición humana pueden ser quebrados. Con la fe que el rumbo de la historia puede y debe ser trocado, que la visión bíblica de un mundo redimido, avizorado por los profetas, no es una mera utopía, sino una realidad alcanzable. Que sólo hace falta de gente comprometida para materializarla.

Este libro es el testimonio de vida de Bergoglio, que más que “El Jesuita” prefiero denominarlo “El Pastor”, que lega a los muchos con quienes compartió su senda existencial y especialmente a su grey. Hallará el lector en el mismo, en forma recurrente, las expresiones: “he pecado, …me he equivocado, …tales y cuales fueron mis defectos, …el tiempo, la vida me han enseñado”. Aún en los temas ríspidos que hacen a la realidad argentina, a la actuación de la Iglesia en los años oscuros y a su propio accionar, percibirá el lector el relato expuesto con humildad y el constante afán por comprender y sentir al prójimo, especialmente al sufriente.

Habrá quien ha de discrepar con sus apreciaciones, pero más allá de toda crítica plausible todos coincidirán en la ponderación del plafón de humildad y comprensión con que encara cada uno de los temas.

La obsesión de Bergoglio, que cual leitmotiv va y viene en todo el libro, puede definirse con los vocablos: encuentro y unidad. Entendiendo éste último como un estado de armonía entre los hombres, en el que cada uno desde su peculiaridad coopera para el crecimiento material y espiritual del otro, inspirado en un sentimiento de amor.


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