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Cruzando el umbral de la esperanza

San Juan Pablo II y Vittorio Messori

Extracto de la entrevista:

  Siento un especial afecto, naturalmente, por los colegas -periodistas y escritores- que trabajan en la televisión. Por eso, a pesar de repetidas invitaciones, nunca he intentado quitarles su trabajo. Me parece que las palabras, que constituyen la materia prima de nuestro quehacer, tienen consistencia e impacto diferentes si se confían a la «materialidad» del papel impreso o a la inmaterialidad de los signos electrónicos.

Sea lo que sea, cada uno es rehén de su propia historia, y la mía, referente a lo que aquí importa, es la de quien ha conocido sólo redacciones de periódicos y editoriales, y no estudios con cámaras de televisión, focos, escenografía.

Tranquilícese el lector: no voy a seguir con estas consideraciones más propias de un debate sobre los medios de comunicación, ni deseo castigar a nadie con desahogos autobiográficos.

Con lo que he dicho me basta para hacer comprender la sorpresa, unida quizá a una pizca de disgusto, provocada por un telefonazo un día de finales de mayo de 1993.

Como cada mañana, al ir hacia mi estudio, me repetía interiormente las palabras de Cicerón: Si apud bibliothecam hortulum habes, nihil deerit. ¿Qué más quieres si tienes una biblioteca que se abre a un pequeño jardín? Era una época especialmente cargada de trabajo; terminada la corrección del borrador de un libro, me había metido en la redacción definitiva de otro. Mientras tanto, había que seguir con las colaboraciones periodísticas de siempre.

Actividad, pues, no faltaba. Pero tampoco faltaba el dar gracias a Quien debía darlas, porque me permitía sacar adelante toda esa tarea, día tras día, en el silencio solitario de aquel estudio situado sobre el lago Garda, lejos de cualquier centro importante, político o cultural, e incluso religioso. ¿No fue acaso el nada sospechoso Jacques Maritain, tan querido por Pablo VI, quien, medio en broma, recomendó a todo aquel que quisiera continuar amando y defendiendo el catolicismo que frecuentara poco y de una manera discreta a cierto «mundo católico»?

Sin embargo, he aquí que aquel día de primavera, en mi apartado refugio, irrumpió un imprevisto telefonazo: era el director general de la RAI. Dejando sentado que conocía mi poca disponibilidad para los programas televisivos, conocidos los precedentes rechazos, me anunciaba a pesar de todo que me llegaría en breve una propuesta. Y esta vez, aseguraba, «no podría rechazarla».

En los días siguientes se sucedieron varias llamadas «romanas», y el cuadro, un poco alarmante, se fue perfilando: en octubre de aquel 1993 se cumplían quince años del pontificado de Juan Pablo II. Con motivo de tal ocasión, el Santo Padre había aceptado someterse a una entrevista televisiva propuesta por la RAI; hubiera sido absolutamente la primera en la historia del papado, historia en la que, durante tantos siglos, ha sucedido de todo. De todo, pero nunca que un sucesor de Pedro se sentara ante las cámaras de la televisión para responder apresuradamente, durante una hora, a unas preguntas que además quedaban a la completa libertad del entrevistador.


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