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Amo, luego existo

Manuel Cruz Rodríguez

INTRODUCCIÓN

NO PUEDO EXPRESAR LO QUE SIENTO

LA EXPERIENCIA DE ESCRIBIR SOBRE LA ARENA

¿Ha prestado la filosofía suficiente atención al amor? Es probable que a más de un lector semejante pregunta se le antoje un ejercicio meramente retórico: las abundantes páginas que siguen, ocupadas en mostrar el tratamiento que a la cuestión amorosa se le ha dedicado a lo largo de la historia, parecen constituir la respuesta más clara y contundente. Pero repárese en que el interrogante inicial incluye un adjetivo, suficiente —al que acaso pudiéramos añadir el de adecuado—, sobre el que en buena medida descansa su sentido más profundo.

En efecto, resulta evidente que los pensadores del pasado han dedicado buena parte de sus energías intelectuales a hablar de sentimientos, pasiones, emociones o afecciones —por mencionar solo algunos de los rubros bajo los cuales ha tendido a quedar subsumido, de una u otra manera, el amor—. Obrando así le concedían, qué duda cabe, importancia filosófica, pero no está claro que la que le debería corresponder. Porque el amor es mucho más que un tema filosófico de idéntico rango que los más importantes: es, en el fondo, por decirlo de manera un tanto abrupta, aquello que hace posible la filosofía misma. Tal vez a algunos la afirmación se les antoje rara, alocada o, sencillamente, absurda. Probablemente a todos aquellos —y son tantos…— que asumían, a pie juntillas porque procedía de los clásicos más venerados, la idea de que lo que verdaderamente está en el origen del pensar es el asombro. Lo cual, hay que apresurarse a puntualizarlo, acaso merezca más ser desarrollado que rechazado.

El desarrollo podría seguir el cauce trazado por la siguiente pregunta: ¿por qué no considerar el amor como se considera tradicionalmente la experiencia del asombro, esto es, como fundacional, como prefilosófica, en el mismo sentido en el que se suele hablar de lo prepolítico? La idea de no reducir lo prefilosófico a una única experiencia (la del asombro), ampliando el catálogo de aquellas que, de una u otra manera, están en el origen del pensar, ha sido propuesta por diversos autores. Entre nosotros, Eugenio Trías ha defendido esta misma posición, argumentando en su caso a favor de incluir la experiencia del vértigo en dicho catálogo y proporcionando pertinentes argumentos para su defensa. Por su parte, la candidatura del amor puede presentar también razones contundentes para incorporarse a una visión más heterogénea y plural del nacimiento de la reflexión filosófica. A fin de cuentas —por polemizar solo un momento con la instancia que ha detentado durante largo tiempo el monopolio de lo prefilosófico— si nos asombramos es porque amamos saber. Solo quien, previamente, ama la sabiduría está en condiciones de asombrarse. El dogmático, pongamos por caso, es alguien incapaz de asombrarse porque tiene cauterizado su deseo de saber («¡no necesito saber nada más!», suele exclamar este personaje cuando se enfada).


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